El único argumento que logra convencerme sobre la legalización de las drogas —en lo que se refiere a la lucha contra al crimen organizado, esto es, porque a mí en lo personal me da lo mismo que la gente adulta se recete todas las sustancias que quiera— es que si se venden libremente entonces las mafias del narcotráfico se van a debilitar financieramente. Y, a partir de ahí, según dicen, será mucho más fácil combatirlas.
Imaginemos entonces que la mariguana y la cocaína se comercializan abiertamente o, más bien, que el Gobierno las vende de manera controlada y que, al mismo tiempo, emprende campañas para disuadir a los consumidores y para tratar a los adictos. Esto no significa la automática desaparición de los delincuentes, como bien reconocía Héctor Aguilar Camín en su columna de ayer. Y es ahí, justamente, donde a mí me parece que las cosas se comienzan a enredar: si a un criminal le quitas, por así decirlo, su fuente de trabajo se buscará otra actividad donde pueda seguir ganando dinero. Y no será la venta de pañales o de suplementos alimenticios sino la continuación de actos ilegales. Concretamente, secuestros, extorsiones, contrabando y piratería. Esa perspectiva me pone a mí los pelos de punta: si los Zetas y los tales Templarios ya no solamente trafican con drogas, sino que se han metido a lo otro y si esto ha significado un aumento en la violencia y la inseguridad ¿qué pasará cuando todos los narcos se dediquen, de tiempo completo al secuestro y la extorsión? Es una perspectiva terrorífica, señoras y señores.
¿Qué podemos hacer, entonces? Pues, por lo pronto, seguir combatiendo a los criminales. Y, naturalmente, emprender todas esas estrategias de mediano y largo plazo que mejoran a una sociedad. Hablando de esto, hay que decir que los mexicanos —alegres compradores de mercancía ilegal e infractores crónicos de los reglamentos— no somos los ciudadanos más ejemplares del mundo. Por ahí va también la cosa. Y ahí se ve también lo difícil del asunto.