Multipliquen ustedes esta situación personal por millones de circunstancias
parecidas y tendrán, ahí sí, un auténtico fenómeno macroeconómico de
perjudiciales (no dije “devastadoras” —no pretendo ser alarmista— dije solamente
perjudiciales) consecuencias para la economía real.
Los mexicanos hemos dejado de gastar dinero porque, para empezar, no teníamos
ya mucha plata que digamos; luego, nos quedamos sin trabajo o nos bajaron la
paga; y, ahora, doña Hacienda, que necesita cuadrar sus finanzas, quiere
obligarnos a que le demos lo que no puede ya ordeñarle a doña Pemex. De tal
manera, las cosas se pondrán todavía peor de lo que están. Y, con el perdón de
los negacionistas (que son una muy reducida minoría pero que de cualquier manera
tienen voz y voto), la realidad económica de México, en estos momentos, es de
echar a correr: desempleo, cierre de empresas, baja del consumo, desplome de la
producción, caída de las exportaciones, etcétera, etcétera, etcétera. Serían
momentos, creo, de reducir impuestos, no de subirlos.
Pero, en fin, ya me han llegado correos de lectores que, a pesar de que no
saben que he leído a mis clásicos –Adam Smith y Ricardo, desde luego, pero
también Hayek, Schumpeter y algún otro liberal de los que sacan urticaria a los
populistas—, me restriegan en las narices mi presunta ignorancia en temas
económicos.
Sea. Concedido. No tengo maestría alguna en Economía. Hablo, sin embargo,
como ciudadano directísimamente afectado por las políticas públicas, al igual
que todos los demás, y, en ese sentido, estas líneas reflejan los sentimientos y
opiniones de miles de personas. Por lo pronto, le puedo decir, a cualquiera que
se me ponga enfrente, que la economía de México no va bien. Y podría añadir,
además, que el estrepitoso fracaso de un país que lleva décadas enteras
creciendo a ritmos escandalosamente mediocres se debe a la tozuda persistencia
de un sistema político que se dedicó, entre otras cosas, a brindar canonjías y
privilegios espurios a los grupos corporativos que le aseguraban su permanencia
en el poder, a repartir a diestra y siniestra los fondos del erario y a
administrar canallescamente la cosa pública.
Vean, si no, los miles de millones de pesos que el Gobierno va a gastar para
sostener a Luz y Fuerza del Centro, la más ineficiente corporación de México,
sin poder siquiera intentar un ajuste para elevar la productividad porque sus
feroces trabajadores, luego de ensartarle a un indefenso vecino un recibo de
electricidad de 11 mil pesos por los consumos de un mes, pueden, encima, salir a
la calle y colapsar por completo la vida económica de la capital. Vean, en lo
que se refiere a las condiciones que puedan propiciar la productividad global de
nuestro país, la enmarañada e interminable lista de trámites que hay que cumplir
para poner un negocio o las obligadas cuotas que hay que soltar a los
extorsionadores de la Administración para que el menor asunto burocrático pueda
ser resuelto. Y vean, en el terreno de la simple gestión de los recursos
públicos, esos dineros dilapidados de la manera más criminal para cumplir los
caprichos y ocurrencias del caudillo de turno: compras innecesarias de millares
de camisetas a un oscuro proveedor, adquisiciones de coches nuevos para
transportar al jefazo, obras de ornato que no benefician en nada a los
ciudadanos, importaciones carísimas de maquinaria que termina convertida en
chatarra por falta de mantenimiento, ceremonias estúpidas y festejos bajo
cualquier pretexto, contrataciones de servicios superfluos y, ah, viajes, muchos
viajes de funcionarios de todo pelaje.
No nos vengan con el cuento, por favor, de que nuestros impuestos van a
servir para otra cosa que el dispendio gubernamental, las raterías de los
politicastros y las prebendas de los congresistas. Somos tal vez ignorantes pero
no somos idiotas.