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22/06/2014 | El desarme y los negocios

Carlos Duguech

En casi todos los discursos de los líderes mundiales en funciones de gobierno hay una palabra que suena casi hueca: desarme. Por varias razones, aunque hay una que prevalece y está a la vista: cada vez más los países aumentan sus gastos para la guerra, aunque se insista que se lo hace para la defensa. Y entretanto el fantasma de la guerra sobrevuela muy bajo.

 

Al aleteo se lo siente sin necesidad de mayor atención, forma parte del “medio ambiente”. Se adueña de la aceptación tácita de la generalidad que no se escandaliza ni se ocupa demasiado. Porque, en definitiva, la guerra es un negocio. Es una inversión atractiva para los accionistas de las empresas que integran el complejo industrial-militar en los Estados Unidos, principalmente, para los accionistas e inversores en los bancos que los financian.

Y este columnista se atreve a suponer con alguna presunción sobre el comportamiento humano desde lo muy encumbrado de un poder: la guerra, cuando se tiene un poderío fantástico como el de los Estados Unidos, Rusia o China, secretamente engolosina a quien en definitiva suscribe la orden de iniciarla. Para sí mismo, el poderoso estadista se lee aquellas emblemáticas expresiones del militar prusiano Carl von Clausewitz (1792-1831) que en su tratado De la guerra afirmara : “La guerra es la continuación de la política por otros medios”.

Claro que en el balance provisional –además del crecimiento del valor de las acciones ligadas al negocio guerrero– es necesario “contabilizar” (en realidad molesta este término de la economía) historias de vida clausuradas por la muerte; disociación dramática de familias; heridos y mutilados en cuerpo y alma; pueblos enteros que se desplazan huyendo del horror que les sobreviene; destrucciones por doquier. Y el silencio de la muerte injusta como una nube muy oscura cae sobre la humanidad sometida al crimen de la guerra, como tan bien lo definiera en sus escritos uno de los más encumbrados pensadores de América del siglo XIX, el argentino Juan Bautista Alberdi (1810-1884).

El negocio de la guerra se evidenció casi de inmediato cuando se estremecieron los alrededores del Word Trade Center en Nueva York por la impresionante acción terrorista que derrumbó las emblemáticas torres generando tres mil víctimas mortales y casi seis mil heridos y por el ataque nada menos que al edificio del Pentágono. ¿De qué manera se evidenció? A poco de reaccionar por semejante ataque, sin dudas trágicamente “exitoso” para sus ideólogos y ejecutores, ocurrió lo que en la lógica de los negocios se impone: era poco probable que las compañías de seguro cotizaran sus acciones a la alza en las bolsas frente a semejantes daños en Nueva York; asimismo era poco probable que las acciones de las compañías de aviación dieran un salto cuantitativo. Se dio la lógica: perdieron valor esos títulos en las cotizaciones porque el negocio del turismo y tan ligado al transporte aéreo entraban en zona de caída. No era necesario que algún iluminado analista lo propusiera. Otra vez se dio aquí la percepción natural del ciudadano que invierte y de las compañías que se esfuerzan por captar sus dólares: las acciones estrellas –de la noche a la mañana– fueron las que dirigían sus apetencias de crecimiento al sector del complejo militar-industrial y el sector financiero que les facilita los apoyos crediticios necesarios.

Así las cosas, los planes que siempre están a la espera de las oportunidades se inscriben en un sistema legal y perverso a la vez. Las industrias bélicas son lícitas. Las corporaciones financieras que se asocian a los emprendimientos, también realizan actividades lícitas.

Uno se preguntaría desde una posición equidistante entre el pensamiento propio y la realidad objetiva: ¿por qué razón Estados Unidos es el país que más guerras ha iniciado y participado en el siglo XX y en este tiempo y lo transcurrido del XXI?

Tal vez será oportuno recuperar las expresiones de Dwight Eisenhower. Imaginó que habría guerras permanentes ligadas a la conformación de una industria militar que –se deduce fácilmente– necesitaría de un “mercado” activo, creciente, seguro. Intuyó –conocía por su condición de militar de alto rango y por su experiencia de dos periodos en la Casa Blanca (1952-1960)– que habría manipulaciones que afectarían la política. Y se sabe, Eisenhower se anticipó en el conocimiento de una realidad que confirmaría cada uno de sus temores.

Es de un modo desembozado cómo los operadores del marketing guerrero despliegan todos sus recursos para conseguir en el Senado –que principalmente se ocupa de los presupuestos de defensa de los Estados Unidos– que no se disminuyan los fondos destinados al aparato militar. Y hasta hacen lobby sin máscara para lograr aumentos coyunturales de fondos ante la inminencia de una hipótesis de conflicto que se encargan de alentar. Tienen los medios económicos y hasta para incluir como socios a una parte nada desdeñable de la prensa para que el operativo se complete y haga cuerpo no sólo en el gobierno sino también en la ciudadanía. No es demasiado aventurado suponer que hay jugosas contribuciones preelectorales para aquellos que muestran simpatía por el sistema del armamentismo como resguardo de seguridad. Y que, en determinados tiempos, también serán contribuciones durante el ejercicio del mandato obtenido en un sector del gobierno.

Y, entonces, ¿qué desarme?

Una pregunta que tiene una sola y única respuesta: la reconversión industrial. En síntesis: para que los directores, gerentes, hombres de gestión de negocios de armamentos en su país y en el mundo, los investigadores, los ingenieros, los operarios, todos ellos, no se sientan amenazados con la pérdida de su empleo será necesario que se promueva para el desarme un plan sistemático de reconversión industrial. Una reconversión que alcanzaría también al sistema de apoyo financiero que reorientará los objetivos de sus recursos hacia la industria reconvertida. Claro que será un programa gradual que llevará su tiempo pero que es necesario se cumpla a escala mundial, con acuerdos de desarme-reconversión.

En tiempos de la Segunda Guerra Mundial innumerables establecimientos industriales mutaron sus objetivos y disminuyeron sus producciones de bienes civiles destinando sus plantas, parcial o totalmente, a la producción día y noche de maquinaria bélica, armamentos y proyectiles al ritmo de la más grande tragedia de la Humanidad. Hasta las plantas textiles, laboratorios medicinales y productoras de alimentos orientaban su producción principalmente al servicio de la guerra. En tiempos de Gorbachov, siendo presidente la URSS y tal vez como anticipando lo que sobrevendría después de su perestroika y glasnost (reestructuración y transparencia, respectivamente) fue a entrevistarse con Helmut Kohl, el canciller de la Alemania occidental. Le pidió que con su tecnología y capitales Alemania aportara para una reconversión industrial de la URSS. Sabido era que el régimen heredado de Konstantin Chernenko le había sometido a una vigorosa intervención para decidir ante el agotamiento de los recursos que se aplicaron a esa irracional carrera armamentista con EEUU.

Debe destacarse –como anticipo de lo que sería el desmembramiento de la URSS– la queja de Erich Honecker, premier de la República Democrática Alemana, por ese “entendimiento” con el premier Kohl sin consultarle. Estaba lejos de comprender para valorar los proyectos de Gorbachov. Y lo que sucedería a partir de entonces, Muro de Berlín incluido.

Para cerrar: el desarme es únicamente posible si se encara una reconversión industrial. Planificada en sus tiempos, sostenible y controlable por insospechados modos. Ningún desarme, clamor de pacifistas de todo el mundo y de estadistas e intelectuales de nota, podrá ser realizado si no se encara una profunda y beneficiosa reconversión industrial.

Columnista argentino.

El Nuevo Herald (Estados Unidos)

 



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