Bolivia siempre ha sido un país muy difícil para hacer pronósticos políticos. Antes eran las asonadas y los cuartelazos los que dejaban mal parados a los embajadores acreditados en La Paz, que, guiados por la opinión de politólogos despistados o por informaciones reservadísimas de políticos decadentes, que ya no tenían sino los cafés para especular, les hacían meter la pata hasta el cuello.
Entonces los embajadores, que tienen que informar semanalmente a sus gobiernos qué es lo que sucede en el país receptor, se echaban a temblar. Y es que los pobres diplomáticos no podían informar nada certero, porque en los cuarteles tampoco se sabía qué iba a suceder.
Generales, coroneles y mayores estaban con el ojo puesto en el Palacio Quemado y cualquier madrugada la población despertaba, al son de la marcha Talacocha, escuchando el comunicado Nº 1 de las Fuerzas Armadas de la Nación anunciando un nuevo relevo presidencial.
Eso sucedía también, por supuesto, a los embajadores bolivianos en el exterior, que, como en la película “Su Excelencia”, con Cantinflas, las fotos de los presidentes se cambiaban a lo largo de una cena, en lo que se llamaba el País de los Cocos. Bolivia fue el País de los Cocos hasta que se restableció la democracia en 1982, a partir de cuando los embajadores pudieron, por lo menos, tener la certeza que el Presidente de Bolivia no iba a salir huyendo en calzoncillos por los techos o por la puerta trasera del Palacio.
Todo esto, claro, hasta que tumbaron a Goni, que no fue tan sorpresivo porque la turba embravecida ya había ocupado la ciudad de La Paz y pedía su cabeza. Desde entonces, nuevamente, los embajadores no duermen tranquilos.
Estando yo de jefe de misión en México, allá por 1979, casi todos los colegas de jerarquía viajamos a Cancún un fin de semana. Almorzando unos tacos el primer día, el embajador suizo (¡suizo tenía que ser para viajar con su radio a cuestas!) me dijo, muy pancho: “Soy muy amigo del nuevo Canciller de Bolivia”. Me quedé perplejo. “¿Han cambiado de Canciller en mi país?”, le pregunté. “No sólo eso, amigo mío, ha cambiado el gobierno”, me contestó. Dejé los tacos y el guacamole, corrí hasta Mérida, y no encontré un vuelo para México hasta el día siguiente.
En dos años de mi gestión habían pasado por el Palacio, los generales Banzer, Pereda, Padilla, el Dr. Guevara, el coronel Natusch y la señora Gueiler. Seis en dos años. ¿Me olvido de alguien? No sé. Fue cuando retorné a Bolivia, escaldado.
En estos días inciertos ha vuelto la especulación y los embajadores andan inquietos por saber noticias. Y, claro, hay que ser brujo o mentiroso para poder decir a los enviados extranjeros qué va a suceder, cuando ni uno sabe qué diablos irá a hacer el Gobierno mañana, o con qué novedad saldrá en Ivirgarzama o en Porongo S.E. y qué contradicciones habrá entre los tres o cuatro personajes que se disputan la palabra para decir sinsentidos y poner en brete al Presidente de la República, que al parecer no les hace caso.
¿Qué va a pasar con la Constituyente? Vaya uno a saber. ¿Qué va a suceder con eso de la capitalidad? Vaya uno a saber. ¿Qué será del destino de las autonomías? ¿Seguirá en auge el narcotráfico? ¿Logrará Linera amansar a los gringos luego de que Quintana casi les declara la guerra? ¿Volverán los puñetazos en el Congreso? ¿Qué sucederá con el tema portuario? ¡A la cresta! ¿Se quedará 20 años en el poder Evo Morales? Nica. Eso sí que nica, señores embajadores.
Que se dé por feliz S.E. si cumple con su período constitucional para lo que tiene que dejar de jugar fulbito y los viajes de Papá Noel repartiendo cheques venezolanos. Eso de estar en el Palacio publicitariamente a las 5.00 para subirse a un helicóptero a las 9.00 y no volver hasta la noche, lleno de mixtura y oropeles florales, no es gobernar. Los mejores presidentes, sin duda, fueron los que estuvieron en su despacho hasta que les dolían las posaderas.
¿Qué pueden informar los embajadores de lo que digo en estas líneas? Absolutamente nada.