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21/12/2009 | México - Todos somos narcos

Jorge Chabat

Si no fuera porque las fotos del cadáver de Arturo Beltrán Leyva, El Jefe de Jefes estaban acompañadas de la información de su muerte en un combate con las fuerzas federales, cualquiera habría supuesto que se trataba de una venganza más entre narcos. El cadáver humillado, con los pantalones bajados, cubierto de billetes ensangrentados en una foto y cubierto con objetos religiosos en otra, mostraba el típico modus operandi de los narcotraficantes. Sólo faltó un letrero que dijera “para que aprendan a respetar”, para confirmar el sello inconfundible de una venganza entre narcos.

 

El problema con esta escenografía es que ésta no fue montada por narcos sino por autoridades, presumiblemente por las autoridades federales a cargo del operativo de captura de Beltrán Leyva, o al menos con la autorización de éstas. Eso es lo que es realmente grave: que el gobierno actúe con la lógica de los narcotraficantes, que busque venganza en lugar de justicia, que se conduzca como una banda de criminales y que, en su proceder, los derechos humanos sean irrelevantes.

El montaje del cadáver de Beltrán Leyva recuerda las fotos de la nota roja de décadas pasadas, en las cuales se hacía posar a los presuntos delincuentes con actitudes feroces y portando las armas del real o supuesto delito. Había en esa lógica una gran dosis de venganza y de morbo destinado a paliar el enojo colectivo contra los delincuentes y a enviar un mensaje moralizante de que los “malos” habían sido castigados, no precisamente por la vía jurídica sino por la del escarnio público.

El escándalo de las narcofotos refleja un problema más profundo que está en el corazón de nuestra transición hacia una democracia: la absoluta extrañeza para una buena parte de la población y de las autoridades de lo que es el estado de derecho y los derechos humanos. Al final los conflictos entre autoridades y delincuentes son sólo un asunto de poder y no de legitimidad. No hay “buenos” y “malos” en esta lucha: sólo dos bandos que buscan acabar con el contrario.

Por ello, todos los métodos son permitidos. En esta lógica, como rezaba el eslogan de campaña del tristemente célebre ex gobernador mexiquense, Arturo Montiel, los derechos humanos son de los humanos y no de las “ratas”. Los criminales son, consecuentemente, “ratas” como lo son todos aquellos que la autoridad decida que lo son. Como lo eran en los años 70 los guerrilleros, contra quienes se instrumentó la guerra sucia, como lo eran todos los opositores al gobierno en las décadas de dominación priísta, como lo son los secuestradores para el alcalde panista de San Pedro Garza García. Aquí no hay buenos ni malos. Aquí sólo existe la guerra de unos contra otros y para salvar el pellejo hay que usar todos los recursos a la mano. Este es, en términos del clásico de la Ciencia Política, Thomas Hobbes, el “estado de naturaleza”, donde no hay ley, por lo que el concepto de justicia no existe y todo es válido.

No cabe duda que la guerra contra el narcotráfico ha tenido un alto costo para la sociedad y el gobierno mexicanos. Sin embargo, probablemente el costo más alto es la desaparición de la frontera entre el uso legítimo y el uso ilegítimo de la fuerza. Las crecientes denuncias por abusos de derechos humanos cometidos por las fuerzas federales de combate al narco ilustran la gravedad de este problema. Tal parecería que ante el tamaño de la amenaza del narcotráfico, el Estado mexicano ha olvidado cuál es su papel en esta guerra. Tal parecería que en su afán de combatir a los narcos el gobierno ha adoptado los códigos y las conductas de los propios narcos. Tal parecería que en esta guerra sin cuartel, Estado y sociedad han sucumbido ante la cultura delincuencial y que al final, todos somos narcos: el gobierno que reproduce su simbología y la sociedad que acepta y tolera a los narcos y que incluso ameniza sus celebraciones.

Es saludable que el secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, reprobara el montaje de las fotos humillantes del cadáver de Beltrán Leyva y lo sería aún más que se deslindaran responsabilidades de este hecho bochornoso. Sin embargo, el problema es mucho más profundo: tiene que ver con la absoluta falta de cultura democrática y de respeto a los derechos humanos en nuestro país. Mientras eso no se resuelva, seguiremos siendo lo que hemos sido hasta ahora: un país de quinta en el cual la delincuencia y los poderes fácticos son los que nos gobiernan.

jorge.chabat@cide.edu

**Analista político e investigador del CIDE

El Universal (Mexico)

 


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