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07/06/2006 | La democracia en Europa

Juan F. Carmona y Choussat

En el próximo Consejo europeo de junio se tiene previsto discutir un calendario para dar “nuevo impulso” a la denominada Constitución europea. Parece un buen momento para analizar cuál es el estado de la democracia en Europa.

 

Son conocidos los hitos sustanciales de lo que se denomina con lenguaje un tanto altanero “la construcción europea”. Hasta llegar al modelo que hoy rige los destinos administrativos de Europa, que concluye en el último de los tratados adoptado y en vigor, el de Niza, han transcurrido muchos años de esperanzas por lograr una Unión Europea que a cada paso que va dando se aleja más de sí misma. Son muchos y variados los antecedentes que se citan; desde el discurso de Winston Churchill sobre los Estados Unidos de Europa, hasta la pretensión kantiana de la “paz perpetua”.

No obstante, parece que el antecedente inmediato fue el Plan Marshall, que, a su vez, sólo formaba parte de la larga serie de medidas políticas adoptadas por el Presidente Truman para volver a dotar al mundo occidental de cierto orden una vez ganada la guerra contra uno de los totalitarismos de entonces. Incluso hay quienes, desde el ámbito anglosajón, consideran que Europa ha ido creando su Estado de bienestar y su posición de irresponsabilidad militar sobre la base de los apoyos económicos otrora recibidos, y que le permitieron dedicarse a poner la casa en orden sin tener que preocuparse ni por defenderse, ni por confiar en el tradicional liberalismo decimonónico para crear riqueza.

Paradójicamente, ese liberalismo, lo había creado ella o, al menos, las páginas más representativas las habían escrito europeos, del continente, o de Inglaterra. En todo caso, esos quince años, aproximadamente, que transcurren desde el final de la II Guerra Mundial y el inicio de los tratados que darán lugar primero a la Comunidad Europea, y, luego, tras el Tratado de Maastricht a la Unión Europea, están marcados por una confianza y un renacer en los elementos occidentales de la civilización que habían hecho de Europa el núcleo central y creativo de todo Occidente.

La primera cooperación buscada por los iniciales tratados de París y de Roma era, como es sabido, la que permitiera evitar o hacer más difícil la guerra entre Francia y Alemania. Desde la guerra Franco-Prusiana de 1870, Europa había visto con dolor como tres generaciones sucesivas habían tenido que mandar a sus hijos a la guerra. Movidos por esta necesidad de la paz, condición inexcusable para ir creando cierta prosperidad, que ya para entonces se vislumbraba, se fueron creando las primeras instituciones europeas y los rudimentos de una comunidad de Derecho, diferente, pero compatible con las nacionales. Subyacía también la idea, como no, de que Europa había dejado de existir como potencia superior ya tras la I Guerra Mundial y que, sin compartir soberanías, no podría existir ninguna soberanía verdadera para ningún país de Europa.

La existencia, en un primer momento, de una integración esencialmente económica basada en la paulatina creación de un mercado común con supresión de aduanas interiores y la garantía de una serie de libertades de circulación y establecimiento de las personas, hacía posible que se hablara de una “Europa de los mercaderes”. Y, en un principio, no era mala cosa. Porque a los mercaderes no les benefician las guerras y se ponen las bases para que fructifique la prosperidad. Una unificación política era inicialmente impensable debido al peso innegable del General De Gaulle que propugnaba una “Europa de las patrias”, con respeto a las – ¿será válida la expresión en nuestro contexto actual? – realidades nacionales.

Decía de uno de los “padres” de Europa, Jean Monnet, “Il fait du bon cognac, malheureusement ça ne lui suffit pas”. Y es verdad que se dedicaba al coñac,..a producirlo, con cierto éxito, pero al Presidente de la República lo otro – la debilitación de las conciencias nacionales – no le gustaba.

La retirada política de De Gaulle, con ocasión de su dimisión consecuencia de la derrota en un referéndum sobre la regionalización - ¡qué tiempos en los que se dimitía cuando se perdía un referéndum! – abrió la puerta al ingreso de Inglaterra en la Unión, que veía cómo se le escapaban los beneficios comerciales del ingreso y temía no poder controlar un eventual poder político que se formase poniendo en peligro ese “balance of power” que desde siempre es la obsesión de las pequeñas y naturalmente pobres islas británicas frente a las fiebres del continente. Cada londinense que se pasea por Trafalgar Square no piensa en otra cosa.

Y así fueron transcurriendo los primeros decenios de la evolución hacia una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa. Es significativo el papel del Tribunal de Justicia de las comunidades que fue asentando un cuerpo de Derecho, ideado sobre la base del Derecho administrativo francés, que salvaguardaba la libertad individual y propiciaba una idea de “ciudadanía” que consagraría el Tratado de la Unión unos cuantos años después. El Mercado Común iba siendo una realidad y beneficiaba a todos bajo la protección de una “Comunidad de Derecho” que garantizaba la justicia en los intercambios. Al integrarse en la Comunidad España y Portugal coincidió con la aprobación del tratado denominado del Acta Única Europea y la voluntad decisiva del francés Delors quien, desde la Comisión, promovería la adopción de las “trescientas directivas” que servirían para consolidar ese mercado interior.

No obstante, junto con esas circunstancias positivas, Europa, cuyas realidades nacionales seguían existiendo, se enfrentaba a un mundo ciertamente hostil: la amenaza soviética por un lado, y las sucesivas crisis del petróleo generadas por el odio de los países árabes hacia Israel y ciertos países europeos. Entretanto, además, la mayoría del presupuesto comunitario, se seguía dedicando a una serie de medidas típicas de la posguerra: la garantía alimenticia. Así, una de las políticas más pronto transferidas a la competencia europea era la agrícola y su actitud se basó desde el inicio en el intervencionismo y la planificación. Todo ello en abierta contradicción con el resto de los principios europeos. De la misma manera, se iba desarrollando un espíritu de excesivo burocratismo.

Finalmente, esa actitud de construcción progresiva de una unión entre los europeos quiso precipitarse dotando a las instituciones de mayor poder político. Surgió así el Tratado de Maastricht, a pesar de las advertencias y precauciones que la Sra. Thatcher, entonces primera ministra saliente, manifestaba continuamente al respecto. El momento coincidía además con la caída del Muro de Berlín, la esperanza de la unificación alemana y la eventual integración del otro lado de la “cortina de acero” en la gráfica expresión de Churchill, en la Europa occidental desarrollada.

Esta intención de dotar de un auténtico poder político e internacional, además del aumento competencial en las materias de justicia e interior, generó mucho más rechazo del previsto por las elites políticas. La complejidad del tratado, la percepción por parte de los ciudadanos de que Bruselas se convertía cada vez más en una torre de babel más preocupada de sus privilegios y su creciente poder que de la auténtica prosperidad y libertad de sus “administrados”, hizo que fuera rechazado en primer término por Dinamarca y que apenas pasara el veredicto de las urnas en Francia. Entonces, los políticos respiraron hondo y pasaron página, dispuestos a no tomar nota de nada de lo que había sucedido.

La necesidad de integrar a los países de Europa central y oriental tuvo la virtud de ocuparlos en la adaptación institucional necesaria, esencialmente la del peso de los votos en el Consejo, para evitar sus tendencias expansionistas. En efecto, ya hacía tiempo que había dejado de discutirse el eterno soniquete bruselense: profundizar o ampliar, puesto que la realidad de la caída del comunismo parecía haberse inmiscuido en los mezquinos pensamientos de la burocracia comunitaria, molestando su abstracta creación de una Europa “mejor” – más dirigida e intervenida desde Bruselas – e imponiendo la apertura y celebración del reencuentro con los europeos separados por la utopía del socialismo real.

Pero pensar que se iban a quedar tranquilos era vano. Apenas doblada la esquina no ya de la ampliación, sino de su horizonte asegurado, los habitantes de las instituciones promovieron sus nuevas ideas, que eran una reedición corregida y aumentada de las que habían pasado, por muy poco, el juicio de algunas urnas. Y esto fue así, justo después de la negociación de Niza, en la que España hizo valer aquellas palabras de Julián Marías:

“…hay las naciones ‘intraeuropeas’ o ‘meramente’ europeas y, frente a ellas, las que podemos llamar ‘trascendentes’: aquellas que han consistido desde su constitución como naciones – y por tanto ‘esencialmente’, en el sentido de lo que podríamos llamar ‘esencia histórica’ en trascender de Europa; son las más europeas de todas: España, Portugal, Inglaterra. No se imagina cuánto ha perturbado la visión de las cosas el que durante un siglo largo hayan valido como paradigmas de Europa Francia y Alemania, en lugar de las naciones atlánticas”. (La justicia social y otras justicias)

Nadie podía considerar malo que se elaborara una constitución, poniendo orden en el entramado jurídico comunitario cuyos excesos administrativos y abrumadora complejidad eran un lugar común. Por otra parte, quién habría de negarse a una formulación más explícita de los objetivos de la Unión y al listado de los derechos fundamentales. ¿Y a una mayor presencia internacional, más cohesionada? ¿Y al fomento de una mayor participación ciudadana mediante diversos mecanismos, sin olvidar el de la recogida de firmas para proponer iniciativas legislativas? ¿Y a una mayor claridad de los instrumentos jurídicos para que pudieran entenderlos los europeos de a pie?

Alguna objeción podía manifestarse. Así, de qué servía poner los derechos fundamentales negro sobre blanco cuando, después de cincuenta años de la II Guerra Mundial, todas las constituciones nacionales protegían con cierta garantía esas libertades que son la base de la democracia. La confusión nunca es buena en estas materias. Menos aún el solapamiento de tribunales. ¿Mayor presencia internacional? Sin duda si es para promover la unidad de Occidente; nunca si se trata de una salida más para encauzar el antiamericanismo. ¿Iniciativa legislativa europea? No parece viable cuando en uno de sus estados nacionales se desprecian sin más comentarios cuatro millones de firmas.

Hubo además una polémica añadida. En principio no hay inconveniente en que una Constitución – aunque esto tenía que ser originalmente un tratado, y ahora se habla crípticamente de base jurídica – no mencione con detalle los orígenes espirituales sobre los que se funda. Puede no hacerlo cuando se dan por obvios y por sabidos. Por ello, no parecía imprescindible hacer referencia a Europa como el lóbulo original de Occidente. A saber: el continente helenizado por la filosofía, ordenado según Derecho por Roma, y basado en una herencia judeo-cristiana. Pero al suscitarse la posible mención expresa generó un rechazo muy considerable y francamente sospechoso. La fórmula de compromiso fue una vacua regencia al humanismo de la que hasta Erasmo de Rótterdam – sobre todo Erasmo – se hubiera sentido insolidario.

Pero como se hizo caso omiso de aprender las lecciones de hacía quince años, esta vez, los europeos rechazaron en las consultas francesa y holandesa la llamada Constitución. Esta negativa llevó a la Unión a abrir un período de "reflexión" que se cumple ahora.

Recientemente, el presidente de Austria, a la sazón presidente de turno de la Unión, ha hecho un llamamiento para que se discuta un calendario que permita aprobar el Tratado de la Constitución, de tal modo que pueda entrar en vigor hacia el 2009. Recoge así la voluntad expresada por la canciller alemana Merkel, cuyo país ratificó el tratado mediante el mecanismo parlamentario. Con cierta razón, pues Alemania gana enorme peso en el modelo de toma de decisiones. Francia, por su parte, el otro vencedor que trató con bastante éxito de llevar el agua a su molino, estima que hay algunas cuestiones de la Constitución que deben entrar en vigor. Entretanto, Inglaterra calla; los países del Este desconfían cada vez más y acercan sus relaciones diplomáticas a los Estados Unidos, Holanda quiere un año más para pensar, y subyace el problema de la futura ampliación – en principio inminente para Rumania y Bulgaria -, pendiente para Turquía.

Hay un peligro real en estos movimientos. No sólo para los intereses de España, sino en general para los de toda Europa. El antiguo Primer ministro de Mitterand, el socialista defensor del “no” en el referéndum Laurent Fabius, acaba de publicar un artículo en “Le Monde” hablando de “Dar nuevo impulso a la Unión europea” (22.05.06). Lo que propone es tan claro como triste: “luchar contra la deriva liberal”. Lo que hace falta, según él, es “una impulsión clara hacia la Europa social puesta en entredicho frente a la mundialización liberal”.

Para ello reclama un mayor presupuesto comunitario y la creación de nuevas tasas e impuestos de la Unión. El contexto en el que voluntariamente quiere embarcar la política europea de Francia es la presidencia alemana de 2007 – tras las elecciones francesas – y la continuación en la presidencia francesa de 2008. Reclama para la zona euro “un pilotaje (sic) económico común”; es decir, el respaldo a la vulneración de las condiciones económicas de crecimiento en nombre de la “política”, o sea, cargarse las restricciones de inflación y de control presupuestario consagradas jurídicamente. En una palabra, prescindir de la “Comunidad de Derecho”.

Amenaza con que, de no producirse este cambio de rumbo hacia la planificación – gran palabra socialista y francesa donde las haya, que llevó a Hayek a escribir sus palabras más claras contra la tendencia de toda planificación hacia el totalitarismo -, Europa se alinearía bajo un mínimo denominador común actuando como “caballo de Troya de los Estados Unidos, Asia o su alianza”. Añade que esto significaría “la mundialización sin reglas, cuyo resultado sería incrementar las desigualdades entre los países y en el seno de los países”. ¿Cabe mayor ceguera hacia los principios que han generado la paz y la prosperidad en Europa? ¡Que alguien le mande el Manifiesto de Euston!

Pero la clave está hacia el final del artículo donde afirma que “aquí está lo esencial: un mundo dominado exclusivamente por los Estados Unidos quedaría desequilibrado y peligroso”. Como Francisco I – “le roi très chrétien” - aliándose con los Turcos o con quien fuera con tal de hacer contrapoder a la potencia hegemónica, entonces España. En todo caso ¿qué contrapoder se puede construir ahondando más en nuestros defectos probados por la experiencia?

Pero el peligro general que se cierne sobre nosotros y que, lejos de alejarse, está cada vez más cerca, es el que había descubierto Alexis de Tocqueville y citaba Hayek en su prólogo de la edición de 1956 de “Camino de servidumbre”:

“Después de haber tomado así alternativamente entre sus poderosas manos a cada individuo y de haberlo formado a su antojo, el soberano extiende sus brazos sobre la sociedad entera y cubre sus superficie de un enjambre de leyes complicadas, minuciosas, y uniformes, a través de las cuales los espíritus más raros y las almas más vigorosas no pueden abrirse paso y adelantarse a la muchedumbre: no destruye las voluntades, pero las ablanda, las somete y dirige; obliga raras veces a obrar, pero se opone incesantemente a que se obre; no destruye, pero impide crear; no tiraniza, pero oprime; mortifica, embrutece, extingue, debilita y reduce, en fin a cada nación a un rebaño de animales tímidos e industriosos, cuyo pastor es el gobernante.

“Siempre he creído que esa especie de servidumbre arreglada, dulce y apacible, cuyo cuadro acabo de presentar, podría combinarse mejor de lo que se imagina con alguna de las formas exteriores de la libertad, y que no le sería imposible establecerse a la sombra misma de la soberanía del pueblo”. (La democracia en América, II, Cuarta parte, Cap. VI).

Y por qué será que, se mire donde se mire, recientemente, sólo se ven caminos que, por diferentes que parezcan, llevan a la misma posada, y esa posada, es la servidumbre. Se puede así repetir con Don Quijote que es mejor el camino que la posada; porque el camino siempre puede enderezarse.


Juan F. Carmona Choussat es Licenciado y Doctor en Derecho cum laude por la UCM, Diplomado en Derecho comunitario por el CEU-San Pablo, Administrador civil del Estado, y correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Su libro más reciente es "Constituciones: interpretación histórica y sentimiento constitucional", Thomson-Civitas, 2005.

Grupo de Estudios Estratégicos (España)

 



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