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02/04/2007 | 50 años de la UE: la feliz mediocridad

Juan F. Carmona y Choussat

De aquella feliz mediocridad de la que hablaba Franklin a los cincuenta años del surgimiento de los Estados Unidos, a la que tenemos hoy en Europa media un trecho. El que va de la libertad al aburrimiento. El que va de un organismo dinámico a uno débil y cansado, cansado de ser libre, y a merced de cualquier amenaza. ¡Feliz aniversario!

 

En 1957 se firmó el Tratado de Roma de la Comunidad Económica Europea que, al completar los tratados de 1952 sobre el carbón y el acero, además del de la energía atómica, dio lugar a las Comunidades europeas, antecedentes de la presente Unión. Hay que celebrarlo. A ello se dedica la presente presidencia alemana.

En estos cincuenta años, qué duda cabe, se ha progresado mucho en la integración económica de Europa, lo que ha propiciado un inusitado aumento de su prosperidad. El hecho de que Francia y Alemania hayan dejado de matarse mutuamente y ahora aparezcan en muchas ocasiones como eje director es sin duda un avance. Piénsese que la generación de los abuelos y bisabuelos de los actuales franceses y alemanes fue diezmada por las dos guerras. En Francia todavía hoy hay expresiones que repiten los más mayores en referencia a aquellas sangrientas guerras. “Encore un (repas) que les prussiens n’auront pas!” decían los viejos. Una comida más que no se llevarán los prusianos.

La creación del mercado único con las cuatro libertades y el advenimiento de un proceso político de unión, acelerado por el Tratado de Maastricht y la moneda común, han generado una zona de cooperación e intercambio que no existe en ningún otro lugar del mundo.

La reciente incorporación de la Europa del Este nos recuerda que hace bien poco el peligro del comunismo soviético estaba a nuestras puertas. Nos trae a la memoria que hubo tiempos en que esos países creían que caeríamos en sus garras por el inevitable colapso del capitalismo. Hoy, qué paradoja, el capitalismo sale a su encuentro para sacarlos adelante y somos los demás los que tememos la pujanza comercial del “fontanero polaco”. Desde las fosas de oficiales polacos en Katyn al intercambio libre, más o menos, de bienes y servicios, han pasado muchos años, pero el camino va enderezándose.

Sin embargo, la Constitución europea ha sido rechazada y sólo se espera una versión reducida de ella. Además, las instituciones de la Unión, en exceso burocratizadas, no son capaces de dar salida a una situación de estancamiento económico y desilusión política. Los políticos, por su parte, no han aprendido las lecciones del pasado y se debaten entre un supuesto “modelo social” que nunca ha existido, y los logros de la liberalización económica. La política agraria común sigue gastando más del 40% del presupuesto de la Unión. Los que no quieren cambiar esto proponen la creación de impuestos europeos. Entretanto la creatividad brilla por su ausencia y países menos regulados adelantan fácilmente en muchos sectores a la vieja Europa.

Cuando, a la salida de la II Guerra Mundial, Churchill habló de los Estados Unidos de Europa no es nada seguro que hablara de equipararse a la entonces potencia emergente del otro lado del Atlántico. Sin embargo este país occidental es una nación joven, que ya tuvo sus cincuenta años. Quizá se pueda aprender algo de su tránsito por esa mediana edad.

Benjamín Franklin, que fue Embajador en París, vendía así los nacientes Estados Unidos: “Es un país en donde reina una feliz mediocridad”. Se refería a la existencia de una clase media, libre de excesivas ataduras estatales que prosperaba y engrandecía al país, se iba extendiendo hacia el Oeste y crecía en madurez, con tranquilidad y optimismo. En los años veinte del siglo XIX – el cincuentenario americano – se producen dos fenómenos curiosos. Por un lado, el increíble crecimiento demográfico y, por otro, el atractivo para la inmigración. Tras las guerras napoleónicas es normal que los europeos quisieran probar otra cosa.

Durante aquellos años la abundancia de tierras en el Oeste americano generó familias numerosas para ocuparse de las granjas, y atrajo a los emigrantes ávidos de una nueva tierra de libertad donde los impuestos eran casi desconocidos. Debido a la escasa presencia estatal y a la necesidad de la colaboración entre los ciudadanos para su propia prosperidad, la integración se hacía por sí sola y dio lugar a la primera manifestación de lo que luego se llamó el “melting pot”, o la integración por antonomasia. La mezcla. El único elemento, que opera como el pecado original del nacimiento de los Estados Unidos, que no cuadraba y que no lo hizo hasta que se resolvió en una Guerra Civil y gracias al inigualable Lincoln, era la esclavitud. Es más, el cultivo del algodón en el Sur se convirtió en la excusa para asentar y luego mantener lo que se llamaba la “peculiar institución”. Sin embargo, la pulsión religiosa de la nación, en plena efervescencia en este momento a través de la época llamada del “Segundo Despertar” se enfrentaba cada vez más a esa sangrante desigualdad. El famoso libro “La cabina del tío Tom” de Harriet Beecher Stove es la manifestación literaria de esta preocupación. La pequeña Harriet había nacido en una familia integrada en una de las múltiples corrientes del protestantismo que florecían en aquella tierra nueva y libre. Junto a la semilla del algodón, también crecía la semilla que liberaría a los negros de la esclavitud. (Vid. Paul Johnson, “History of the American people").

La comparación con la situación actual de Europa, a sus cincuenta años, es desoladora. Como ha advertido con su usual ironía el famoso columnista Mark Steyn en su libro “America alone”, lo contrario está sucediendo ahora en Europa. “Las bajas tasas de nacimientos sin precedentes en las poblaciones nativas, y la presencia de cada vez mayores números de inmigrantes musulmanes con altas tasas de nacimientos, están haciendo que Europa occidental se islamice rápidamente. Muchos países contarán con mayorías musulmanas en el futuro cercano”. Por supuesto, salvo en el caso de la inmigración hispánica a España, la integración no se produce y se privilegia el multiculturalismo. No hay mezclas, hay guetos y hay banlieues. En cuanto a la religión, pasamos de la tibieza a la hostilidad, que campa por sus respetos en buena parte de la otrora cristiana Europa – “La cristiandad o Europa” era el título de un libro de un autor alemán del XIX -, que contrasta tristemente con aquél despertar religioso americano.

Theodore Darlymple subraya (http://www.claremont.org/publications/crb/id.1339/article_detail.asp que “Steyn tiene razón en que la principal batalla es una de ideas. Por desgracia, la corrección política, que es al pensamiento lo que el sentimentalismo es a la compasión, ha terminado por significar que las elites de Occidente se han desarmado con antelación a cualquier posible enfrentamiento ideológico”. Y concluye, “El estado de bienestar ha ido destruyendo toda voluntad de lo que a menudo se denomina entre bromas y veras, la gloire; pero sin ninguna noción de gloria, sin ninguna noción de que hay algo en la vida humana que merece más la pena que el acceso universal a la calefacción central y la televisión, no se logra nunca nada valioso. Esa es una de las razones por las que la arquitectura pública europea es hoy día tan horrenda: una vez que se pierde el hábito del buen gusto, el gusto mismo desaparece incluso cuando hay dinero disponible”.

Por su parte, el periodista holandés Jan Eppink - en su día miembro del gabinete del comisario europeo Frits Bolkestein - ha escrito un libro titulado "Los mandarines europeos". Su caballo de batalla desde hace tiempo es la erosión de la libertad en Europa www.politiek.net/diogenes/18600. Exclama: "Hay (...) una capitulación cultural por parte de las elites europeas". "Se dedican a una estrategia de poder "blando" que lo único que refleja es blandura mental". Considera que la esperanza está en los pueblos europeos que han disputado que se pueda seguir haciendo política y multiculturalismo sin contar con ellos. Estima que "Europa necesita políticos post-1968. (...) Debe advertirse un matiz en lo de 1968: está París y está Praga. En el primer caso se buscaba la igualdad, en el segundo la libertad. Del 1968 parisino hemos tenido más que de sobra; ahora necesitamos del 1968 de Praga". Uno de los grandes problemas, afirma, es que: "Cerca del 80% de los medios viven en el espíritu de 1968". En el malo, se entiende. "Debemos dejar claro que los derechos fundamentales que defienden nuestra libertad no son negociables (...) Veo con claridad que Europa es hoy el escenario del campo de batalla".

De aquella feliz mediocridad de la que hablaba Franklin a los cincuenta años del surgimiento de los Estados Unidos, a la que tenemos hoy en Europa media un trecho. El que va de la libertad al aburrimiento. El que va de un organismo dinámico a uno débil y cansado, cansado de ser libre, y a merced de cualquier amenaza. ¡Feliz aniversario!

Juan F. Carmona Choussat es Licenciado y Doctor en Derecho cum laude por la UCM, Diplomado en Derecho comunitario por el CEU-San Pablo, Administrador civil del Estado, y correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Su libro más reciente es "Constituciones: interpretación histórica y sentimiento constitucional", Thomson-Civitas, 2005.

Europa. La crisis de los cincuenta

Por GEES

En Libertad Digital nº 1065 | 27 de Marzo de 2007

Europa, o más bien la Unión Europea, vive obsesionada con sus instituciones. No en balde el proyecto de la llamada construcción europea, tal y como lo concibieron sus padres fundadores, no era sino alimentar la cooperación a través de las instituciones multinacionales con una pizca de supranacionalidad. Cincuenta años más tarde, la UE, ya no más la CEE, es fiel a su primigenia inspiración.

La declaración emanada en Berlín de sus miembros no deja de ser sintomática de los males que aquejan a la Unión. En tan sólo 680 palabras se recoge el regocijo de lo logrado en todos estos años y se apuntan los retos para llegar a cumplir otros tantos. La clave, en cualquier caso, reside en la extendida creencia de que sin reformar otra vez las instituciones la UE no puede avanzar.

El rechazo francés y holandés de la mal llamada constitución europea no ha sido suficiente para calmar las ansias de los eurócratas. Ahora, para salvar ese "pequeño" escollo democrático que suponen ambos rechazos, los dirigentes europeos quieren ponerse de acuerdo en revisar aquel texto seudo-constitucional y aceptar sus consideraciones institucionales. Es decir, recoger del tratado lo referido al reparto de poder en el seno de la UE y los mecanismos de toma de decisiones, más la representación exterior y la presidencia de la Unión.

Los europeos no quieren darse cuenta de que las instituciones no pueden suplantar a las políticas, que son lo que de verdad puede traer soluciones a tantos problemas a los que se enfrenta Europa, desde la energía al terrorismo, pasando por la falta de innovación. Y esa ignorancia es más clamorosa si se mira el pasado reciente de la propia Unión. Así, allá por 1998 se consideró que la UE nunca tendría una política exterior, de seguridad y de defensa común si no se dotaba de los mecanismos institucionales necesarios para poder decidir colegiadamente y actuar conjuntamente.

La PESD dio a luz a todo un conjunto de comités y estados mayores y a una figura emblemática, Mister PESC, en la forma de Javier Solana, llamado a ser el teórico ministro de Exteriores de Europa. Pero como Irak vino a poner de relieve, de nada sirve un ministro de Exteriores si no hay una política exterior común. Y ésta no depende de tener o no tener instituciones, sino de la orientación estratégica de cada estado miembro. En cada crisis importante, Solana desaparecía y sólo reaparecía cuando todo estaba en vías de solución.

En las celebraciones de Berlín, los dirigentes de la UE vuelven a caer en el mismo error de siempre: ya que no saben o pueden tener políticas comunes, confían en que unas instituciones nuevas o reformadas lleguen a suplantarlas. Pero se equivocan. Ninguna constitución europea traerá las soluciones.

Grupo de Estudios Estratégicos (España)

 


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