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12/07/2007 | La cumbre europea y las dos revoluciones occidentales

Juan F. Carmona y Choussat

“Del siglo XVIII y de la revolución, como de una fuente común, surgieron dos ríos: el primero conducía a los hombres a las instituciones libres, mientras que el segundo les llevaba hacia el poder absoluto”Alexis de Tocqueville.

 

Cientos y cientos de palabras en periódicos nacionales y extranjeros, miles de frases en radios y televisiones, decenas de miles de impulsos electrónicos en Internet han valorado los resultados de la cumbre de Bruselas, que insta a adoptar un tratado de bolsillo para Europa. En algunos casos se ha considerado que las decisiones se han tomado, una vez más, sin contar con los ciudadanos. ¿Qué ocurriría si se hubiesen acordado en función del cumplimiento de una ideología planificada?

No se sugiere aquí que se trate de una conspiración de burócratas de vario pelo que usurpando el poder que no les corresponde hayan desvirtuado la voluntad popular. Aunque debe admitirse que a medida que nacían las palabras de la última frase, iban sonando cada vez más verdaderas. Pero no, lo que se propone como hipótesis es evaluar si el camino por el que nos conducen las vías europeas es con cada vez mayor claridad, el de una revolución frente a otra.

En el mes de julio se celebran, el 4 y el 14 respectivamente, el 231 aniversario de la independencia americana y el 218 cumpleaños de la toma de la Bastilla. No son números redondos, pero, a los efectos, sirven para ilustrar el argumento. En ambos casos, los eventos citados llevaron a la elaboración y aprobación de una Constitución. En el primer caso, sin embargo, se trataba de un instrumento para limitar el poder del Estado, mientras que en el segundo se proponían darle los poderes necesarios para que pudiera garantizar el nuevo orden social alcanzado, que suponía la derogación del Régimen, que pasaría a ser Antiguo.

Véanse pues las diferencias entre ambas experiencias y estúdiese a continuación si el proceso de la Unión europea deriva de una concreta visión de los fenómenos sociales y políticos cuya racionalidad abstracta entienden los poderes establecidos que es “lo que conviene”.

Suele decirse que la revolución americana surge de la voluntad de los nativos de no pagar impuestos mientras no tuvieran participación en su aprobación. Según la fórmula clásica, reclamaban “no taxation without representation”. Lo que ocurría es que la historia constitucional inglesa había alcanzado el momento de dominio del Parlamento que aprobaba leyes – soberanas – por encima de las cuales no existía nada, y cuya superioridad quedaba consagrada. Esto llevó a los colonos, entre los que había unos cuantos francamente cultivados en materia de pensamiento político, a preguntarse qué fue de aquella constitución inglesa que ordenaba todos los actos políticos de la metrópoli y los sometía a su límite. Lo relevante era que la constitución limitaba los poderes atribuidos – en este caso al Parlamento – y se convertía así en la garantía de su actuación, de acuerdo con ciertos criterios que excluían la arbitrariedad. Entre estos parámetros, aquilatados por los siglos, estaba aquél, probablemente procedente de las primeras cortes jamás convocadas, las aragonesas o leonesas, según la cual, lo que a todos afecta, por todos debe ser aprobado.

Evidentemente, esto no quería decir que no se aprobaran impuestos para las colonias. Se trataba de que fueran adoptados según Derecho. Y éste exigía la participación de los tasados. De otro modo, tratando de atajar el camino por el trecho más corto y más jurídicamente incorrecto, los impuestos que se fijaran resultarían arbitrarios e inconstitucionales. Caprichosos, en suma, y apresurados. La paciencia en seguir el camino marcado hubiera permitido un correcto llamamiento a subvenir a los gastos públicos.

Otra deducción de los hechos implica la consideración que una mayoría temporal, la del Parlamento, no está habilitada para derogar un principio jurídico general cuya razón de ser es precisamente la limitación del poder. El caso es que, de esta idea, surgió la apelación a la constitución inglesa primero, y, al no verse admitida, a la independencia, luego.

Otro elemento que merece la pena destacar a la luz de los recientes acontecimientos es la elaboración de listas de derechos. Alexander Hamilton se expresaba así en el Federalista: “Las cartas de derechos no sólo son innecesarias para la Constitución que se propone, sino que podrían llegar a ser peligrosas. Contendrían varias excepciones a poderes no atribuidos, y por eso mismo propiciarían un muy aceptable pretexto para tomarse más poder que el concedido. Porque, ¿para qué declarar que no se harán cosas para las que no se ha concedido ningún poder? ¿Por qué, por ejemplo, debería declararse que no se puede restringir la libertad de prensa, cuando no se otorga ningún poder que permita restringirla? No argumento que tal disposición conferiría un poder regulador; pero es evidente que proporcionaría a hombres decididos a usurpar, una excusa aceptable para arrogarse ese poder.”

El caso francés, es distinto. Por tratar de ponerlo en los términos más sucintos, léase lo escrito por el historiador Pierre Gaxotte: “En realidad, los filósofos exaltaron su confianza, sin conocerlo bien, en el avance científico de su tiempo porque podían usarlo como argumento contra la tradición, el catolicismo, la historia y la autoridad, pero no se interesaron realmente más que por las ciencias más abstractas: matemáticas puras y mecánica celeste, cuyo método de deducción trasladaron al campo político y social, donde se aplicaba tanto menos que lo vinculaban a la bondad natural del hombre, que no tiene ningún título de evidencia”. La conclusión del punto de partida no se hizo esperar: “La República se identifica con una doctrina: la sociedad está sometida a un dogma. Llevarlo a los hechos, traducirlo en actos, reorganizar el mundo de conformidad a sus postulados: he aquí la política revolucionaria”. Por terminar, y para que no se acuse de falta de claridad:

“Su primer deber y, por así decirlo, su único deber, consiste en destruir y en impedir que renazcan todos los organismos naturales que, hasta entonces, servían de marco y sostenían a los individuos y que son desde ahora considerados como opresivos e inmorales. La propiedad, la familia, la corporación, la ciudad, la provincia, la patria, la Iglesia: todos ellos obstáculos de los que deshacerse. Se objetará que la mayoría de los ciudadanos los respetan, se complacen en ellos, encuentran en ellos la felicidad y la paz del alma. Poco importa; no hay libertad contra la Libertad. Si la Voluntad general no habla en ellos, es que están pervertidos y degradados y es un deber para los ciudadanos “conscientes” emanciparlos ya sea a su costa”. Pero además, en el campo de los hechos, ya se había producido una revolución, la americana, y se tomó como ejemplo de que, vaya, el cambio es posible.

Lejos de pensar que la burocracia es innecesaria, sucede más bien que el burocratismo – la hinchazón de la burocracia – es dañino. Al arrogarse poderes que no le corresponden mediante el control de las medidas concretas de aplicación – que por su complejidad, sólo ella conoce – una determinada concepción de la administración de los asuntos públicos acaba por derogar los principios jurídicos básicos que preservan la libertad. En algún sentido coincide con Romanones: haced las leyes, dejadnos hacer los reglamentos.

De ser esto así, y al reinar un consenso dogmático sobre un europeísmo de salón que no admite discrepancia y que amenaza un día sí y otro también con deslegitimar a los que piensan distinto, es muy difícil salir del cauce prediseñado para tomar decisiones en libertad. Se compromete la posibilidad de permitir la verdadera expresión de Europa y no sólo de unos cuantos elitistas que se declaran por sí y ante sí como los iluminados por la misión europea. Ciertamente el nuevo tratado moderará las ambiciones en este sentido de la denominada Constitución europea. Pero nada hay menos seguro que resulte ser menos eficaz, palabra clave del burocratismo. No hay nada más peligroso para la libertad que el fluido funcionamiento del burocratismo. Poderosa fuerza ante la que nada hay que hacer y que Dante habría puesto camino del Infierno.

Como lo anterior se presenta hipotéticamente al lector, permítase un final interactivo a estas líneas. Ante esta situación hay tres opciones. Táchense las que no procedan.

1) La revolución. Ante el proyecto de dominación progresista dogmático fundado en un consenso artificial y en la eficacia del burocratismo para su éxito, podría parafrasearse a Ortega en “El error Berenguer”. Y como es irremediablemente un error, somos nosotros, y no el Régimen mismo; nosotros gente de la calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestros conciudadanos: ¡Europeos, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!


Delenda est Sinistra.

2) La segunda opción, proviene de otro clásico del patriotismo y de la libertad. Don Gaspar Melchor de Jovellanos, quien ante la insistencia de sus amigos por seguir el camino francés de ruptura escribió que “si hay una solución revolucionaria, no estaré yo por ella”;

3) Por fin, parece que Europa, para ser realmente quien es, merece que se admita su realidad y que funcione, como decía Julián Marías, como una orquesta. Para ello, nada mejor que acudir a nuestras cortes y permitir, sin insultar ni deslegitimar, que lo que a todos afecta, por todos sea aprobado. Y que los que deben aplicar la Ley no inventen ordenanzas bizantinas que impidan su verdadero cumplimiento.

En conclusión, cuando celebramos ya más de doscientos años de nuestras revoluciones, podríamos haber aprendido algo de sus respectivos resultados e incluso a desconfiar de la propaganda. Aunque parezca que no es para tanto, que se mantiene un alto grado de libertad en nuestros países avanzados, no debería olvidarse:

“…y habiendo así atrapado a cada miembro de la comunidad en su poderosa mano, y habiéndole formado a su antojo, el poder supremo extiende su brazo sobre toda la comunidad. Cubre la superficie de la sociedad con una red de pequeñas reglas complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuales las mentes originales y hasta los más enérgicos de los caracteres no pueden abrirse camino para elevarse por encima de la multitud. No se destruye la voluntad del hombre, pero se la reblandece, dobla y guía; apenas se fuerza a los hombres a actuar, pero se les impide constantemente. Tal poder no destruye, sino que impide la existencia; no tiraniza pero comprime, detiene, extingue y paraliza a un pueblo, hasta que cada nación es reducida a no ser nada más que un rebaño de animales tímidos e industriosos, de los cuales, el Estado es el pastor. Siempre he pensado que una servidumbre de un estilo regular, tranquilo y dulce, tal y como la acabo de describir puede combinarse más fácilmente de lo que comúnmente se piensa con algunas de las formas aparentes de libertad y que puede incluso establecerse bajo el ala de la soberanía del pueblo”. A. de Tocqueville, La Democracia en América.

Juan F. Carmona Choussat es Licenciado y Doctor en Derecho cum laude por la UCM, Diplomado en Derecho comunitario por el CEU-San Pablo, Administrador civil del Estado, y correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Su libro más reciente es "Constituciones: interpretación histórica y sentimiento constitucional", Thomson-Civitas, 2005.

Grupo de Estudios Estratégicos (España)

 



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