Arabia Saudí, Egipto, Jordania y los Emiratos árabes esperan que Israel gane la batalla del Líbano sur, desarme y destruya las posiciones de Hizbolá, armado por Irán y Siria, para evitar que la concepción revolucionaria chií triunfe en Oriente Próximo, aspirando a construir un gran «califato» musulmán liderado por los ayatolás iraníes, que esperan dotar a sus ejércitos, regulares e irregulares, de armas de destrucción masivas.
En el sur del Líbano y en el norte de Israel, el martirio de las poblaciones civiles oculta temporalmente la naturaleza parcialmente religiosa del conflicto, que bien ilustran las imágenes de los jovencísimos soldados judíos leyendo el Antiguo testamento y las manipuladas citas del Corán de la propaganda terrorista islámica.
Tsahal, el Ejército de Israel, cree contar con el apoyo de su Dios y de su pueblo. Los creyentes musulmanes, por su parte, están divididos entre los partidarios del terror y la guerra revolucionaria islámica -Hizbolá y los chiíes revolucionarios- y los defensores de una fe menos mesiánica, como Amal (el partido chií libanés), con el que Hizbolá ya sostuvo una guerra civil religiosa en el sur del Líbano, precisamente en 1987.
Aquella guerra civil religiosa entre Amal e Hizbolá se saldó finalmente con el triunfo de la facción chií armada por Teherán y Damasco, y está en el origen último de la batalla en curso.
Arabia Saudí se ha embarcado en un proceso de apoyo financiero masivo al actual Gobierno libanés, esperando que Israel haga el trabajo sucio del desarme de Hizbolá, con un costo humano cuyo trágico balance no debiera ocultar los arroyos de sangre que siguen corriendo por las calles de Bagdad, escenario de otra o de la misma guerra de religión entre chiíes revolucionarios y musulmanes de distintas convicciones teológicas.
Las divisiones, prudencia, hipocresía y cinismo de la Unión Europea, Arabia Saudí, Egipto, Jordania y el resto de los países árabe musulmanes sugieren la trágica complejidad del conflicto, cuya reducción a una guerra entre el «bien» y el «mal», la «paz» y la «guerra», la «moderación» y la «desproporción», quizá pudra la realidad con el veneno del populismo audiovisual.
El conflicto en curso en el Líbano solo es, valga la dramática paradoja, una batalla de una guerra mucho más vasta, que tiene muchos otros frentes: militares, culturales, religiosos, que en nada nos son ajenos.
El Islam, en su diversidad, es una realidad social mal integrada en un archipiélago de Estados europeos, ellos mismos sujetos a imprevisibles tensiones cívicas, que solo se agravarán manipulando con ideas simples tragedias complejas.