Honduras, uno de los sótanos del mundo donde se vive el hoy de los medios de comunicación, ha sido desde hace muchos años un país en el que el neoliberalismo se hizo gobierno. Nunca me había tocado conocer una ciudad proporcionalmente con tantos McDonalds o Donkin’ Donuts como Tegucigalpa. Y eso que nací en Monterrey. En Tegucigalpa es difícil encontrar una fonda y sencillo toparte a la vuelta con un Burguer King. Lo popular es lo imperial, el negocio internacional de la comida chatarra es lo accesible, no por sus precios, sino porque es lo único que suele haber a la mano.
Izquierdistas de ayer avergonzados hoy. No nada más los hay en México. Me siento con un par de funcionarios hondureños a platicar off the record. He leído artículos que escribieron hace cinco años sobre “los poderes fácticos”, cuando eran académicos. Hoy en día critican a Manuel Zelaya, el presidente derrocado. Dicen que al igual que Roberto Micheletti, es un empresario burgués, pero que a diferencia del gobernante de facto, Zelaya usa a la gente pobre para su mejorar su posición ante las elites tradicionales hondureñas. Dicen que no tiene programa, que no tiene formación ideológica, que no tiene principios morales, etcétera. En muchas cosas, seguro que tienen razón. A Zelaya muchos activistas locales que llevan años exigiendo mejores condiciones sociales, le critican su lado revolucionario actual, les provoca desconfianza incluso el hecho de que haya aumentado en un 60 por ciento el salario mínimo, lo cual desagradó a la mayoría de los empresarios nacionales.
Sin embargo, muchos de los que critican se oyen cínicos. Por ejemplo los académicos con los que hablo, los cuales ahora trabajan en un proyecto de desarrollo social para apuntalar el gobierno de Micheletti, el cual detiene en una semana a dos mil opositores. Por ahora, aunque hay mucho de Zelaya que me recuerda a Vicente Fox, creo que vale la pena lo que está haciendo. Toda forma de confrontar a una tiranía me parece algo comprensible.
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En la noche hondureña reviso un poema de Juan Domingo Argüelles. Se llama “Ex marxistas” y me lo dejó mi amigo, el periodista Emiliano Ruiz, antes de irse a Londres a estudiar una maestría en Ciencia Política. Lo leo y me acuerdo de un amigo de la universidad al que admiraba por su formación crítica y férrea, la cual desde hace unos días está al servicio del nuevo gobierno de Rodrigo Medina, quien además de lanzar spots y hacer marketing, no ha hecho nada para que se le reconozca como un auténtico líder que vaya a transformar las cosas en Nuevo León.
Este es el poema:
“Los ex marxistas tienen pasados muy diálecticos:
ayer eran marxistas, hoy son eclécticos;
ayer pertenecían a la clase explotada,
hoy explotan con gusto a la criada;
hoy tienen propiedades, cuentas bancarias,
ayer enarbolaban banderas libertarias;
ayer les parecía poco la democracia,
hoy menean el rabo con mucha gracia;
hoy nada los convence más que la mano dura,
a la que ayer llamaban inmunda dictadura;
ayer vociferaban contra el gobierno,
hoy a lo que más temen es al infierno.
Los ex marxistas hoy se erizan en la noche;
ayer hubieran puesto una bomba en tu coche”.
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Monterrey me sigue a todos lados. Reviso los apuntes de mis días hondureños y encuentro un patrón sorprendente. De los 20 funcionarios de primer nivel que participaron en el golpe de Estado contra el gobierno de Manuel Zelaya, hay por lo menos 11 que tienen algún tipo de relación con Monterrey. Ya sea porque estudiaron en el ITESM, o porque tienen negocios con algunos empresarios de la comunidad palestina-libanés de la ciudad.
La semana pasada entrevisté para Milenio Televisión a Xiomara de Micheletti. La esposa del presidente golpista me dijo que conocía bien mi ciudad y que incluso varios familiares suyos radicaban allá.
La Sociedad del Poder se mueve así en estos tiempos de globalización. De Miami a Monterrey, de Monterrey a Tegucigalpa.
