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08/11/2006 | HUNGRIA- 1956: Yo estaba allí

La Vanguardia Staff

El escritor húngaro Stephen Vizinczey (´En brazos de la mujer madura´) reflexiona sobre la identidad de su pueblo y rememora aquellos días de revuelta ante el régimen prosoviético que, justo medio siglo después, tienen como reflejo las movilizaciones contra el actual gobierno de una nueva generación de húngaros

 

"Nuestras cabezas están llenas de calamidades que no lograron destruirnos"

Mientras la Unión Soviética fue una de las dos superpotencias y oprimió de forma implacable los países que ocupaba, la gran pregunta sobre la revolución húngara de 1956 solía ser: ¿cómo iba a rebelarse contra ella ese pequeño país? Bien, para empezar, sabíamos que la Unión Soviética se derrumbaría. La nación húngara fue un pueblo sometido al Imperio otomano (1525-1700), época durante la cual la mitad de la población murió de hambre o peste, se secuestró a los niños para educarlos como los jenízaros de Alá. A pesar de todo, Hungría todavía existe, ¿y dónde está el Imperio otomano? Sobrevivimos a los codiciosos y asesinos Habsburgos, al Tercer Reich. La historia de su derrota y supervivencia es una especie de religión, como lo es con los judíos; nuestras cabezas están llenas de calamidades que no lograron destruirnos. Los ciudadanos de los países poderosos suelen creer que el poder es eterno y que las victorias son para siempre, pero los húngaros centran su pensamiento en la decadencia del poder, en la inevitable caída de los vencedores y el resurgimiento de los vencidos. Piensan en términos de milenios para mantener la dignidad y el orgullo frente las letales potencies del presente. Su modo de pensar incluye el pasado y el futuro. Mientras millones de estadounidenses se preocupaban con toda seriedad de que la Unión Soviética se apoderara de EE. UU, nosotros no albergábamos duda alguna de que, aun bajo ella mirada vigilante de los cuerpos de seguridad, la Unión Soviética desaparecería, del mismo modo que nuestros opresores antes que ella. Sabíamos que la Unión Soviética se derrumbaría, sólo que no sabíamos cuándo. Pero estábamos a la espera.

"Nadie ha hecho más por la libertad, la democracia y civilización en la historia reciente que los húngaros", escribió Camus a propósito de la revolución de 1956, y su comentario sigue siendo válido. La de 1956 fue la última revolución en la que la gente luchó y murió por valores occidentales liberales. Eso es lo que tienen las revoluciones: sólo pueden participar quienes están dispuestos a morir.

Se trata deun proceso largo, por supuesto. Me cuesta imaginar algo parecido a un atacante suicida húngaro. Ninguno de nosotros deseaba morir sólo por matar a unos pocos inocentes. Incluso después de que el ejército soviético hubiera vuelto a entrar en Budapest el 4 de noviembre para aplastar la revolución, nuestras ambulancias recogían junto con los rebeldes heridos, también a heridos soviéticos. (Una vez hubo recuperado el control el ejército soviético, se emitió la orden de que peinaran los hospitales y remataran a los varones húngaros heridos.) Me siento insultado cuando se llama rebeldes a la turba que linchó a miembros de la policía secreta; son individuos que se escondieron en los sótanos durante la lucha. Entre quines se han enfrentado a la muerte en una batalla, no son muchos los que desear llevar a cabo un linchamiento.

El estallido de una revolución tiene muchas razones, algunas históricas, otras practicas, otras completamente al margen de la política, como la final de la Copa del Mundo celebrada dos años antes cuando pareció seguro que el espléndido equipo donde jugaban Puskas (uno de los mayores goleadores de la historia del fútbol), Kocsis y Grosics iba a ganar a la Alemania Federal. Ya la había derrotado antes de llegar a los cuartos de final, pero en los primeros minutos de ese partido, cuando la pelota estaba en otra parte de terreno de juego, un jugador alemán se acercó a Puskas y le había dado una patada que le destrozó el tobillo. (Algo parecido le sucedió años más tarde a Monika Szeles, una tenista húngaro-estadounidense que amenazaba la supremacía de Steffi Graff: un aficionado alemán se acercó a Szeles y la apuñaló en la espalda, con lo que la apartó del tenis internacional.) En cualquier caso, partirle la pierna a Puskas, fue la mayor afrenta posible para millones de hinchas húngaros. Por primera vez desde el establecimiento de la dictadura que prohibió las reuniones a menos que fueran ordenadas por el partido, se produjeron grandes manifestaciones por todo el país, sin permiso y sin el beneplácito de los cuerpos de seguridad. Esas manifestaciones espontáneas resultaron ser los ensayos generales del 23 de octubre. Los húngaros saborearon el placer, el alivio de recorrer las calles y mostrar su rabia, y no fueron castigados por ello.

Con todo, la revolución podría no haberse producido de no haber sido por las torpezas del régimen. Tras la muerte de Stalin, cuando sus sucesores instituyeron una ligera liberalización por todo el imperio, fue nombrado primer ministro Imre Nagy, un comunista que no tenía las manos manchadas de sangre; Nagy logró abolir la tortura y los trabajos forzados, así como poner en libertad a los presos políticos, pero enseguida fue tildado de peligroso liberal. Los estalinistas regresaron al poder, pero durante el breve mandato de Nagy varios policías secretos fueron juzgados y encarcelados por sus crímenes. Fue uno de los errores irreversibles del régimen. Los fieles matones, muchos de ellos antiguos nazis, que habían torturado y matado a todos aquellos a quienes se les había ordenado torturar y matar, perdieron su celo en el cumplimiento de las atrocidades. Si sus jefes iban a procesarlos mañana por aquello que se les ordenaba hacer hoy, preferían hacer lo menos posible. Recuerdo que una mañana en un tranvía casi vacío dos personas denostaban sin tapujos el régimen. Uno de los otros pasajeros era un capitán con el uniforme azul del AVO, la policía de seguridad. Un año antes esas dos personas no habrían expresado queja alguna y, en el improbable caso de hacerlo, él las habría detenido. En vez de eso, el oficial del AVO siguió sentado como si no oyera nada y se bajó a la siguiente parada.

Los funcionarios no sabían si iban o venían. Un año antes, había ganado un premio con una obra de teatro sobre un periodista comunista que se había suicidado. Fue oportunamente programada en un teatro de Budapest y llegamos a los ensayos generales antes de que el AVO llegara, prohibiera la obra y retirara todos los ejemplares. Sin embargo, al ser citado a Ministerio de Cultura para que se me explicara por qué no podía representarse mi obra que ponía en cuestión la autoridad del partido, salí del lugar con una beca para escribir otra otra obra.

Utilicé la ayuda para escribir una obra sobre un joven que no ve futuro para él en Hungría y se escapa a Occidente, cosa que hice algunos meses más tarde, aunque no tenía ninguna intención de hacerlo cuando escribí la obra. También esa pieza fue prohibida, pero Radio Budapest la emitió el 6 de octubre y fue aceptada por el Teatro Nacional para primavera de 1957. Algunas personas situadas en puesto de autoridad empezaban a tomar decisiones de modo autónomo, y no solo en la campo cultural, sin esperar la aprobación de alturas. Otro error fatal del régimen fue dar formación militar a los estudiantes universitarios. Todos los veranos teníamos que pasar un mes, y tres meses después de obtener el título, para licenciarnos como oficiales en la reserva del Ejército Rojo húngaro. Los estudiantes aprendíamos ahí - en el caso de aquellos que aún tuvieran dudas- los viles que eran nuestros gobernantes. Se nos enseñaba que durante un ataque, en tanto que oficiales, debíamos permanecer detrás de nuestros hombres y , si alguno de nuestros soldados se veía detenido por el fuego enemigo, teníamos que empezar a dispararles por detrás de modo que atrapados entre dos fuegos, por delante y por detrás, se inclinaran más por seguir avanzando que por retroceder. El resultado de ese entrenamiento era que decidíamos que en caso de conflicto con la OTAN lo primero que había que hacer era disparar contra nuestros superiores y los oficiales soviéticos destinados a nuestras unidades. Y también aprendíamos a manejar armas soviéticas. Tras la derrota de la revolución lo primero que hicieron los soviéticos fue abolir el servicio militar para los estudiantes universitarios.

Durante la revolución mi grupo se apoderó de el edificio deun periódico, donde creamos un periódico llamado Igazság con la ayuda de una camarógrafo recién licenciado de la Academia de Cine y Teatro de Moscú. Ese verano había recibido entrenamiento militar en Rusia y volvió a casformado como oficial tanquista del Ejército Rojo. Cuando conseguimos apoderarnos de un tanque, las tropas soviéticos se encontraron bajo el fuego de uno de sus propios tanques. La sorpresa debió ser mayúscula.

Así se desarrolla la historia. Una sorpresa tras otra, para todo el mundo. Desde luego a mí me sorprendió encontrarme luchando en una revolución. Fui miembro fundador del Círculo Petõfi, un grupo de estudiantes, jóvenes artistas e intelectuales a los que más tarde se atribuyó haberlo empezado todo. En la mañana del 23, seis de nosotros teníamos la misión de traer tres tractores del campo y derribar la estatua de Stalin con cables de acero. El tirano muerto, ya denunciado por Moscú, seguía dominando Budapest, símbolo de nuestra posición como nación oprimida. Estaba tan metido como el que más en lo que vendría a continuación; sin embargo, estaba citado a las nueve esa noche para ir al cine. Imaginaba que por entonces habríamos logrado restablecer a Imre Nagy como primer ministro, y podríamos ir al cine.

La plaza Stalin estaba vacía cuando llegamos, y un simple policía podría habernos detenido a pistola. Una pareja del grupo se metió en un par de taxis y fueron a diferentes partes de la ciudad, deteniéndose cuando veían pequeños grupos de personas y preguntando si habían oído que estaban derribando la estatua de Stalin. Cuando regresamos a la plaza, ésta se encontraba atiborrada de espectadores que proporcionan una barrera protectora. Seguramente al AVO le habría sido imposible desalojarnos.

No teníamos conocimiento técnico alguno, pero esperábamos derribar la colosal estatua con cables de acero atados a los tractores. Nos quedamos sorprendidos cuando se partieron. Sin embargo, al final apareció alguien con soplete y cortó las piernas de Stalin por las botas. Una multitud siempre es ruidosa, pero cuando el coloso de bronce golpeó el suelo, se produjo silencio absoluto; se pudo oír la respiración de miles de personas. Miré mi reloj. Quería recordar el momento exacto en que empezaba el final de la Unión Soviética y su imperio. Eran las nueve y media de la noche.

Al silencio siguió el tableteo de las ametralladoras. Oímos que el AVO estaba disparando contra la gente en el edificio de la radio. Empezó la guerra, así que luchamos. Muchos de nosotros nos acordamos del conde Zrinyi, que contuvo a los turcos durante muchos años en su pequeño castillo de Szigetvár. Al final, Solimán el Magnífico aplastó en 1566 ese "hormiguero" con un ejército de cien mil soldados. Zrinyi y sus soldados resistieron hasta que se quedaron sin alimentos ni municiones; entonces se vistieron con uniformes de gala, se colocaron en los bolsillos monedas de oro para los jenízaros que fueran lo bastante hombres para matarlos y salieron del castillo en ruinas en una carga de caballería suicida. Se acercaron bastante a Solimán antes de ser detenidos. Conmocionado por el asalto inesperado, el sultán tuvo una crisis y murió de una apoplejía durante la lucha. El ejército turco se retiró y la resultante lucha de poder en el Imperio otomano dio a Hungría un respiro de varios años. Además el conde no solo se las arregló para ser derrotado en un éxito espectacular, sino que su nieto escribió un animoso poema sobre la batalla, de manera que siguió dirigiendo la carga de caballería en nuestra imaginación, enseñándonos que incluso los pocos pueden infligir golpes mortales a los muchos, incluso a una gran potencia. Y eso es lo que hicimos.

TRADUCCIÓN: JUAN GABRIEL LÓPEZ GUIX

La Vanguardia (España)

 



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