Muy pocos se lo creyeron pero la oportunidad sirvió para que el Presidente haga lo que podría ser el viraje más grande que ha dado en su gobierno. Mostró que algo está aprendiendo.

Cuando gritó “jallalla la clase media” en la concentración de la plaza San Francisco, mostró dónde le aprieta el zapato. La clase media paceña, que siempre ha dictado la política boliviana, está comenzando a alejarse del Gobierno. Y eso es muy peligroso para cualquier gobierno, casi un ultimátum.

Pero cuando gritó “jallalla la empresa privada” fue el colmo de la transformación. Y la demostración de que podría estar comenzando una nueva etapa en el Gobierno.

Claro que no es recomendable hacerse ilusiones. El Gobierno tiene la perniciosa costumbre de decir una cosa y hacer otra. Pero habría que alegrarse incluso ante la pequeña posibilidad de que el mensaje de San Francisco sea serio.

Blandir el fantasma del golpe no fue de buen gusto. Fue una mentira muy obvia.

Los golpes militares fueron tan frecuentes en la política boliviana que llegaron a formar parte de ella. Eran un recurso que había que tomar en cuenta. Un desenlace previsible de situaciones críticas. Cuando las cosas se ponían muy complicadas, no se hablaba de guerra civil, se hablaba de golpe.

Los golpes llegaron a ser una especie de catarsis de la política boliviana. Como se diría ahora en la era de las computadoras, los golpes servían para “reformatear” el sistema político, cuando el sistema se “colgaba”. Después de cada reformateada, el espectro político se apagaba, como una pantalla, y poco a poco comenzaban a surgir los colores, las imágenes y la actividad. Había vuelto la vida.

Juan Lechín era enviado al exilio o al confinamiento y con él toda la dirección sindical, los dirigentes políticos y, de vez en cuando, algunos periodistas. La política había entrado en receso.

Con un poco de atrevimiento se podría decir que los golpes eran esperados por los propios dirigentes políticos. Sus actividades cesaban de inmediato, incluso antes de que se dictara el toque de queda. Para algunos de ellos había comenzado una especie de año sabático de la política o del sindicalismo.

La cultura golpista era muy difundida. Las amas de casa sabían que debían aprovisionarse. Las casas de refugio estaban siempre listas. Para los que no lograban escapar, estaba toda la mecánica por la cual los parientes les hacían llegar o comida o ropa. Los paramilitares argentinos que llegaron para el golpe de 1971 estaban molestos porque todos los presos tenían parientes militares que les querían ayudar.

Todo eso pasó a la historia. Fue una de las secuelas de la extinción de la guerra fría. Además, hay un problema práctico: está en duda que las Fuerzas Armadas puedan controlar todo el territorio nacional. La duda surgió cuando Hugo Banzer no pudo llevar a la práctica un estado de sitio. En ese instante se comprobó que la vida política boliviana había cambiado profundamente. Los golpes ya no son posibles.