El pronunciamiento de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña en la cumbre del G20 debería ser la rotunda advertencia que contienen las palabras de los tres presidentes, después precisamente de una solemne declaración de la Asamblea General de la ONU en la que se prohíbe expresamente la proliferación nuclear con fines militares. Pero por desgracia la experiencia demuestra que este tipo de pronunciamientos termina siempre disolviéndose y de sus previsibles efectos habla la evolución hasta ahora imparable de los planes nucleares de Mahmud Ahmadineyad. Ni Rusia ni China, los otros dos miembros permanentes del Consejo de Seguridad que defienden una política de mayor tibieza hacia Teherán, han aparecido en la fotografía de este enésimo ultimátum.

Resultan preocupantes las vacilaciones e inconsistencias que muestra últimamente la posición norteamericana. Hace apenas diez días que la Casa Blanca anunció la retirada de los planes de instalar un sistema de defensa antimisiles en Europa, alegando que los últimos informes de inteligencia habían reducido el alcance de la amenaza iraní. El mismo Obama ha matizado un día después sus propias palabras a propósito de la posibilidad o no de utilizar «cualquier medio» para impedir que Irán se dotase de armas nucleares.

Está claro que la posición occidental está enmarcada entre dos límites: no dar municiones al régimen para que no se desencadene el sentimiento nacionalista que asfixie a la oposición interna, pero mantener una posición lo bastante firme para que disuada a Israel de dar pasos para defenderse por su cuenta de una amenaza cada día más cierta. Pero entre un extremo y otro debe caber una posición inflexible que marque claramente el límite que los ayatolás no pueden pasar. Para ello es necesario que también el régimen teocrático tenga la certeza de las gravísimas consecuencias que caerían sobre su país, cosa que hasta ahora es evidente que no sucede