Lo ha estado haciendo últimamente sin el menor rubor, favoreciendo a candidatos de su conveniencia y alentando la emergencia de grupos de oposición democrática. Por ejemplo, Bruselas le abrió las puertas del gobierno a la «revolución naranja» en Ucrania en las Navidades de 2004, para proteger de las garras del oso ruso a los que desde entonces llamamos demócratas. La intención era buena, pero ya sabemos como ha terminado aquella historia en año y medio; con la derrota en las urnas de Yushenko, el presidente al que ayudamos a llegar al poder. El mes pasado, se intentó repetir la operación, alentando abiertamente a que los demócratas de Bielorrusia se levantasen contra el sátrapa que les gobierna, un tal Victor Lukashenko. El pretexto eran también los amaños electorales, aunque en este caso, la operación «revolución azul» ha tenido aún menos éxito que la ucraniana y toda la revuelta se ha ahogado en la complacencia de una sociedad bien alimentada por la dictadura. De este lado, no ha habido objeciones a una política que en otras circunstancias -no digamos si la hubiera impulsado Estados Unidos- habría sido considerada como una «ingerencia imperialista».

La pregunta que se impone es ¿por qué los demócratas cubanos no tienen los mismos derechos que los bielorrusos? A Lukashenko se le va a prohibir que viaje a Europa porque arregla las elecciones. Aunque sean dudosas, ¡al menos hay elecciones! Y en cuanto al bienestar de sus ciudadanos, hasta ahora no se han visto oleadas de bielorrusos huyendo a riesgo de su vida para no morir de hambre. Con Fidel Castro, sin embargo, se considera necesario mantener un «diálogo político» aún sabiendo que es inútil para favorecer el cambio. Todo el arrojo que Europa demuestra en Kiev y en Minsk se convierte en apego en La Habana. Misterio.