Quien fuera el candidato de la Esperanza y el Cambio en 2008 se ha convertido en el presidente de la desesperanza y el cambio con minúscula para muchos norteamericanos incluso entre quienes lo eligieron. Y al final de su actual mandato ya no le bastan las coartadas del desastroso legado económico de George W. Bush ni del obstruccionismo republicano, aunque ambos problemas continúen siendo reales. Obama afronta esta noche la ingente tarea de inspirar con una arenga la confianza en un futuro mejor que no ha inspirado con su actuación en la Casa Blanca.

Esto no quiere decir, desde luego, que el presidente no haya tenido logros importantes en su gestión. Por el contrario, los ha tenido. Y algunos incluso le garantizan un nicho en la historia de Estados Unidos. Su decisión de frenar la impopular guerra de Irak le valió el Premio Nobel de la Paz y eventualmente trajo a casa a miles de soldados.

Su lucha contra el terrorismo ha sido más efectiva que la de su antecesor porque ha asestado más golpes contundentes con menos pérdidas de vidas. Aunque mortifique a sus detractores, Obama se ganó el derecho a presumir de la ejecución de Osama Bin Laden y otros cabecillas del terrorismo internacional. Continuó con éxito el rescate financiero que inició Bush y promovió un plan de estímulo económico que salvó a la economía estadounidense del abismo. También logró una reforma sanitaria con la que solo soñaron presidentes anteriores. Dio pasos importantes hacia un trato equitativo para nuestros compatriotas homosexuales. Y propició una acción diferida que en principio abrirá las puertas de la normalidad legal a más de un millón de jóvenes indocumentados.

Pero el presidente no ha estado a la altura de lo que esperaban de él muchos de sus partidarios. Su tendencia a buscar el apoyo de los republicanos frustró una parte de su programa de gobierno y mediatizó otras. Por ejemplo, renunció a la opción pública en la reforma sanitaria y les hizo enormes concesiones a las farmacéuticas, incluyendo la de mantener la prohibición de importar sus mismos productos de Canadá, donde son mucho más baratos. A cambio, las farmacéuticas dejaron de influir sobre legisladores para que la rechazaran. De todos modos los republicanos votaron en masa contra lo que despectivamente llaman “Obamacare” y se han comprometido a revocarla. El presidente también capituló ante la exigencia conservadora de que el plan de estímulo no excediera el millón de millones de dólares y aceptó uno de $800 mil millones, mucho menos de lo que recomendaban expertos para darle un impulso decisivo a la economía y al mercado laboral. Y encima incumplió su promesa de campaña de adoptar una reforma migratoria cuando aún su partido controlaba el Congreso, al tiempo que se convertía en el mandatario más deportador en la historia del país.

El académico apego a la Constitución y a las leyes y el afán de consenso definen el estilo de gobierno de Obama. Y hacen presagiar que un segundo mandato suyo tampoco producirá las reformas profundas que anhelan muchos norteamericanos, sobre todo a la izquierda del espectro político, donde se encontraba su base más entusiasta de apoyo en 2008. Aún así, el presidente mantiene vivas sus posibilidades de conquistar la reelección a pesar de los altos índices de desempleo y subempleo y de los persistentes vaivenes económicos. Se las debe a la mediocridad de su rival, Mitt Romney, a las pobres ideas recicladas o anacrónicas que éste representa y al extremismo del sector que hoy por hoy controla al Partido Republicano.

Más allá de la actual contienda, Estados Unidos ha llegado a una etapa de su historia donde ningún presidente es profeta en su tierra mientras ocupa la Casa Blanca. El país se ha vuelto demasiado complejo y sus líderes tienen demasiadas responsabilidades domésticas e internacionales para mantener alta su popularidad mientras gobiernan. Solo el paso del tiempo y los efectos de sus decisiones a largo plazo ponen en perspectiva sus gestiones. Esto explica por qué mandatarios como Ronald Reagan y Bill Clinton, a quienes en su momento combatieron con ferocidad sus opositores y quienes protagonizaron grandes polémicas nacionales, gozan ahora de enorme popularidad. George W. Bush es tan impopular que ni siquiera lo invitaron a la convención de su partido en Tampa. Pero la percepción de su gobierno podría cambiar si se le llega a considerar precursor de la Primavera Arabe y si ésta, en efecto, conduce a democracias respetables. Obama intuye que la historia le será más favorable si recibe una segunda oportunidad para enmendar errores e impulsar reformas. Su discurso de esta noche será una oportunidad clave de presentarle a la nación argumentos convincentes de que la esperanza que inspiró no ha desaparecido del todo.

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