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18/04/2013 | Obama define su legado

Daniel Morcate

En estas semanas de ajetreo político y del espeluznante regreso del terrorismo, aquí en la capital se decide el legado de Obama como presidente. Al menos, así lo ven el mandatario, sus asesores y, probablemente, la Primera Dama Michelle si alguien le preguntase. Serán días extraordinarios, marcados por ese afán que les entra a todos los gobernantes norteamericanos por dejar una huella profunda a su paso por la Casa Blanca.

 

Y por el no menos intenso afán de la oposición de evitarlo. Aunque solo sea para reducir las probabilidades de que el futuro candidato oficialista se beneficie de la herencia del titular. Es, además, su rol como opositores, algo difícil de entender para quienes contemplan de lejos a EEUU. El resultado podría ser una batalla política de las que invitan a tomar palcos. Precisamente lo que hago en Washington en estos días.


El legado de un presidente norteamericano consiste en decisiones, programas y leyes que fomentan el bienestar, la igualdad de oportunidades y un contrato social más justo entre los estadounidenses, para decirlo en las palabras del viejo Thomas Hobbes. Ese legado puede darse en el ámbito de la política doméstica o en el de la internacional. Pero la historia que se cuenta en el país, esa que estudiamos en la secundaria y la universidad, suele tratar mejor las contribuciones presidenciales a la política nacional, especialmente después de que cayeran en merecido descrédito doctrinas patrioteras y agresivas como la Monroe.


Durante su primer mandato, Obama tuvo suficientes logros como para ganar la reelección por un margen más cómodo del previsto por las encuestas. Promulgó la reforma sanitaria. Frenó la caída en picada de la economía. Resucitó la moribunda industria automotriz. Revocó “No pregunte, no conteste”. Terminó formalmente la Guerra de Irak. Y mató a Bin Laden. Fue el primer presidente negro. Pero fuentes allegadas al mandatario aseguran que éste está convencido de que es en este preciso momento cuando en realidad se decide su principal legado para la posteridad. Históricamente, los presidentes reelectos logran sus mayores éxitos durante los primeros 18 meses de su segundo mandato. Luego sobreviene, como una avalancha cegadora y aplastante, la politiquería electoral para elegir sucesor y otro Congreso. En los primeros meses tras su reelección, poco antes de que lo asesinaran, Abraham Lincoln tomó las decisiones que condujeron a la victoria del Norte sobre el Sur y preservaron la Unión norteamericana. Y en los primeros meses después de su única elección, luego de haber sustituido a John F. Kennedy, Lyndon B. Johnson promulgó buena parte de su Gran Sociedad, esos programas progresistas que hoy todos damos por incuestionables.


Obama, dicen observadores de la política nacional, apuesta para su legado definitivo a la reforma migratoria, una ley para el control de armas y un presupuesto que reduzca el déficit sin herir de muerte programas sociales importantes. Aunque parezca increíble, la reforma es la que goza de mejores probabilidades. Se lo debe al tesón y la audacia con que sectores hispanos han luchado por ella. Por contraste, solo una propuesta paniaguada para el control de armas sobrevive en el Congreso. Aun así, nadie se atreve a apostar por ella. Muchos legisladores participan del culto nacional a las armas. Son parte del problema. Otros se hallan descaradamente comprometidos con cabildos armamentistas. En cuanto al plan presupuestario del presidente, no despierta el entusiasmo ni de demócratas ni de republicanos.


La hostilidad del Congreso no es el único obstáculo que enfrenta Obama en su empeño de robustecer su legado. Otro es su nuevo Gabinete, la mayoría de cuyos miembros deberán aprender el oficio ministerial y cómo bregar con los legisladores. La Casa Blanca dice estar lista para las batallas. La estrategia parece clara. Cuando una causa sea popular, Obama la impulsará a cualquier precio. Pero cuando resulte divisiva, buscará camelar a los republicanos y ofrecerles compromisos. Un tercer obstáculo ha sobrevenido de repente: los cobardes atentados de Boston, que por un tiempo desviarán la atención nacional de otros asuntos apremiantes. Ojalá que tanto el presidente como sus adversarios nunca pierdan de vista que siempre hay algo más importante que el legado del gobernante de turno: la seguridad, el bienestar y la prosperidad de los gobernados.

El Nuevo Herald (Estados Unidos)

 


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