Muchos norteamericanos han reaccionado con sorpresa e incredulidad ante las revelaciones sobre la red de espionaje. Otros le han restado importancia. Y el caso ha dado pie a chistes de comediantes de televisión. Pero apuesto a que los agentes federales que vigilaron a los sospechosos durante una década no se están riendo. Ni tampoco el presidente Barack Obama y sus asesores. El timing de la redada ha puesto en peligro su ingenua política de reset o relanzamiento en las relaciones con los rusos, simbolizada por la cumbre de las hamburguesas con queso (Cheeseburger Summit), ese momento fotogénico en que Obama y su colega ruso, Dimitri Mevdevev, hicieron un alto en su diálogo oficial para ir a almorzar a un restaurante de comida rápida cerca de la Casa Blanca.
Por lo menos tres de los 11 presuntos ``ilegales'' detenidos han confesado que trabajaban para el Sluzba Vnezhney Razvedki, SRV, el servicio de inteligencia ruso, sucesor de la temible KGB. Los ``ilegales'' son una élite de la inteligencia de Moscú que durante años se hacen pasar por ciudadanos corrientes en las sociedades que infiltran. Algunos son rusos de nacimiento o de origen. Otros son extranjeros que comparten un rasgo común: el odio visceral a Estados Unidos. Desertores rusos estiman que hay unos 400 agentes de inteligencia de Moscú en este país, incluyendo 50 parejas de ilegales. El SVR suele remunerarles generosamente. Muchos se jubilan en Rusia con honores. Y no es para menos. El daño que les han hecho a Estados Unidos y sus aliados a través del tiempo es inestimable. Pero nuestros líderes prefieren ocultarlos o menospreciarlos por pudor y para no alarmar a la ciudadanía.
Algo ha trascendido, sin embargo. Antes de arrepentirse, el FBI y la CIA autorizaron a Sergei Tetryakov a revelar, en el libro Comrade J, de Pete Early, algunos de los daños irreparables que el espionaje ruso causó a Estados Unidos tras el desplome del imperio soviético. Tetryakov dirigió ese espionaje en este país durante la presidencia de Vladimir Putin. Luego de desertar, contó cómo el SVR, a través de sus agentes regulares e ``ilegales'', desvió hacia Rusia miles de millones de dólares del infame Programa de Petróleo por Alimentos que la ONU le aprobó en su día a Saddam Hussein. También colocó una escucha en el salón donde la entonces secretaria de Estado, Madeleine Albright, discutía asuntos sensibles de política exterior con sus subordinados. El micrófono, hecho con tecnología que aún desconocían el FBI y la CIA, hizo su labor de zapa durante dos años antes que lo detectaran. Y el SVR declaró ``especial contacto no oficial'' a Strobe Talbott, subsecretario de Estado norteamericano duante la era de Clinton. El FBI se preocupó tanto por las aparentes indiscreciones de Talbott que le pidió a su jefa, Albright, que no le informara de la investigación sobre el micrófono oculto. Talbott niega haber hecho algo impropio.
a redada de los ``ilegales'' al servicio de Rusia pone sobre aviso a nuestros líderes, y a todos los norteamericanos, de que la Guerra Fría sólo ha terminado para los sectores más candorosos de la política y la prensa norteamericanas, al menos desde la perspectiva de Moscú. Como advierten Tetryakov y otros desertores de la SVR, ``Rusia sigue haciendo todo lo que puede para socavar y crearle problemas a Estados Unidos''. Los viejos hábitos no mueren fácilmente, sobre todo si son malos. Lo mismo sucede con los prejuicios y el fanatismo ideológicos. Esto deja a nuestros líderes una tarea pendiente nada envidiable: seguir ensayando estrategias para superar la desconfianza y el rencor de los rusos sin bajar la guardia ante sus persistentes agresiones.
