Pero la democracia, con todas sus imperfecciones, ha demostrado ser mejor que el autoritarismo, pues hizo posible la continuidad institucional y la alternancia en el poder. Las elecciones, a partir de 1980, fueron cada vez mejores y más confiables.

Ahora, sin embargo, son mayores las deformaciones de la vida democrática. Eso obedecería a que no se tiene en cuenta que la mayoría nunca es permanente; que las preferencias cambian y que el desencanto llega con inusitada rapidez. Los oficialistas de hoy serán los opositores de mañana, y así sucesivamente. Cuando esto no se reconoce, se cae en yerros, prepotencia y mesianismo ideológico y racial. Por ello, los actuales intentos de imposición son cada vez más audaces.

Persiste en el oficialismo la permanente afirmación de que se busca la inclusión, la justicia, la libertad y tantas otras lindezas; pero eso, sólo en los discursos. Ya no se asegura el trato equitativo a los ciudadanos, cualquiera sea su origen, raza, religión o convicción política, ni se guarda lo que es esencial para la democracia: ´el respeto, mutuo y convergente, entre la mayoría y las minorías´.

Las declaradas buenas intenciones se van derrumbando y, con ellas, la democracia. Las muestras son: prepotencia, soberbia, provocación, falta de cumplimiento a la palabra, avasallamiento de instituciones, prebendalismo, etc., etc. Es más: no le es fácil al actual régimen evitar el triunfalismo electoral. Está ausente la modestia, la prudencia y el respeto. Ganar con humildad tiene méritos para hacer un gobierno de conciliación, de consenso, de acuerdos, preservando los derechos individuales.

En cambio ahora se han creado tres fuentes principales para la tensión: Una reforma a la ley de tierras que podría sumir en la ruina al sector productivo agrario. Para conseguir su aprobación no hay freno. Ostensiblemente se usa la amenaza y la intimidación con marchas y demostraciones, procurando forzar la voluntad e independencia de los parlamentarios. Y no sólo se acepta, sino que el oficialismo promueve la torpeza de amenazar de que, si no se aprueba esto o lo otro, se cercará y aún se cerrará el Parlamento.

Para desconocer la autonomía consagrada por el voto ciudadano de varias regiones de país, se busca desestabilizar a los prefectos electos no adeptos al régimen. Se usa, para ello, el argumento de que debe fiscalizarse la gestión de todo funcionario, electo o no. Pero resulta evidente que el verdadero propósito no es la fiscalización, sino la remoción de los prefectos y, como no hay suplentes, volver a los nombramientos por el favor político.

Para dominarlo todo, se viola la ley. Éste es el caso de la Asamblea Constituyente. Alguien, con agudeza, dijo: ¿Qué tanto aparato y gasto para conseguirlo todo? Bastaría con la mayoría circunstancial y adoptar el proyecto de Constitución del oficialismo, sin aceptar otras ideas y otras alternativas.

Se van sumando los peligros para la democracia. Y se advierte un claro propósito autoritario; propósito que siempre termina en intentos de conculcar la libertad.