Las reformas en China tendrán dos sentidos estratégicos sin los cuales es poco probable que el desarrollo encuentre un camino fructífero. Estos son los de la inclusión económica a sectores desplazados de la población, y el de la profundización de la liberalización de su economía. Los pasos en esta dirección han generado para la históricamente estancada economía sinoísta, avances estructurales en las condiciones de progreso. El otro condimento sin que el un verdadero desarrollo es posible es la proclamación de la libertad política.


Hace poco días Mario Vargas Llosa afirmaba en Madrid –en un foro que intentaba acercar a los mundos europeo y americano- que la libertad económica y política constituyen el anverso y reverso de una misma moneda. Que una sin la otra ofrece un panorama insuficiente para el despliegue de las potencialidades humanas. La economía contribuye a explotar las aptitudes y permitir por ello una obtención de beneficios. Los emprendedores movilizan sus recursos productivos (y de capital) con la voluntad de obtener nuevas riquezas. En este proceso la integración social de la economía encuentra su cause y su función primordial (Schumpeter hablaría de destrucción creativa). La condición política hace que, además de esos respetos pecuniarios, el hombre adquiera un status definido de garantía personal como ser humano. La consecuencia fundamental de este proceso, es la voluntad popular y la elección de los hombres de gobierno.


La transición china es sintomática en los aspectos mencionados: insuficiente en cuanto a la integración de mayores sectores de la población (empobrecidos); satisfactorio en aquellos lugares donde la iniciativa privada ha arraigado; e insuficiente en cuanto a las libertades políticas que el pueblo experimenta. La consecuencia es un desarrollo fragmentado. Un estado de efectiva transición donde marginalidad y ostentación conviven indiferentemente. Lo que cabría esperar de la lucidez de los dirigentes chinos, es la capacidad por transferir los métodos de la opulencia, sus prácticas políticas, a una mayor cantidad de personas y hacia el ámbito político. En síntesis, la configuración de un verdadero mercado (con signos integradores) y de una verdadera libertad política.


Occidente observa este fenómeno desde una curiosa perplejidad. Los pulsos económicos ya están latiendo en virtud de las oportunidades chinas. Y como siempre suele pasar, son los encargados de marcar el camino. Pero no así la comunidad política. Parecería como si todo intento de apertura fuera librado a la evolución de los logros económicos. Pues la acción de Occidente podría ser mucho más activa (y eficaz) que esta espera irresoluta. Naturalmente contando con una colaboración sincera del otro actor participante.


La China de hoy necesita desarrollo. Necesita que sus enormes avances, siempre obtenidos cuando se dirigen hacia la libertad, se transformen en un verdadero motor de inclusión económica y social. Que la inusitada capacidad de emprendimiento demostrada en esta última etapa sea suficiente para insertar a la ávida población China a un circuito de libertad, dignidad y progreso material. De ello dependerá que los analistas del mañana se ocupen del caso chino como un verdadero fenómeno de civilización.