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04/06/2006 | RUSIA - El cliente nunca tiene razón

Gonzalo Aragones

Dicen los que mandan en este país que quieren entrar en la OMC. Este es uno de los objetivos más extraños del gobierno de Putin para los que estamos acostumbrados al negocio europeo a pie de calle y al pequeño y mediano empresario que pretende hacer clientes y que para eso utiliza, sobre todo, las relaciones humanas y algo que aquí no parece existir, la amabilidad.

 

En Rusia, el cliente nunca tiene razón. Sin ir más lejos, hace un par de semanas me ocurrió un suceso de importancia relativa pero que, por pasar en Moscú, se convirtió en una aventurilla, cuando menos, desagradable. Como era de prever en una época en que se fabrican aparatos electrónicos para que duren el mínimo tiempo posible, se me rompió el teléfono móvil. La avería no era muy grave: el botón ejecutor de todas las funciones se había salido de su sitio. Así que llamé al servicio técnico. La oficina se encuentra en el centro, relativamente cerca de casa, así que me las prometía muy felices por la rápida solución de mi problema.

En el número 1 del Bulevar de Nikitski hay varios portales, y la única indicación de mi destino era un folio colgado en la garita del vigilante. Al llegar a la oficina, un cuarto en el primer piso, otro cartel avisaba de que los clientes debían esperar la vez en el pasillo, espacio común para las distintas empresas y oficinas instaladas en el edificio. Cuando llega mi turno entro y saludo con un “Buenos días”, quiero pensar, no demasiado neutro. Una mujer que se inclinaba sobre unos papeles en su mesa levanta la cabeza, me mira y no dice nada. Me acerco, expongo mi problema y no dice nada. Yo permanezco de pie y no me siento en las sillas para los clientes porque no dice nada. Toma mi teléfono, se acerca a su ordenador, teclea, pero no dice nada. Imprime un recibo, me devuelve la batería del móvil y la carcasa que no necesita y, sin decir nada, me la entrega. Allí está escrito el día que tengo que venir a recoger mi teléfono. Me despido con un “Adiós”, y no dice nada. Así que mi única venganza es esbozar una sonrisa de oreja a oreja, mantenerme unos segundos delante de ella y decir a modo de insulto: “Le deseo todo lo mejor”.

No es menos irritante ir a tomarte un café a cualquier terraza de moda de las que comienzan a abrir con las Fiestas de Mayo. Tanto en el Moscú histórico como en los barrios más alejados han comenzado a proliferar centros comerciales y cafeterías dignos de cualquier país civilizado. Lo que no son civilizados son los precios. Un sencillo expreso no baja de los 4 euros. El capuchino se dispara a los 6-7 euros. Y si pides un té por eso de la salud, a tu bolsillo le da un ataque al corazón. El camarero/camarera en raras ocasiones saluda, por supuesto. Y al oír tu pedido empieza a enumerar las cientos de variedades de té que ofrece su establecimiento con una cadencia que invita de inmediato a levantarse y abandonar el lugar. Resulta que con la llegada de la independencia, la democracia dirigida, la modernidad y la OMC, los rusos se han olvidado de que ellos siempre han bebido un único tipo de té. “¿Negro, de la India o de los valles del Tíbet, con sabor a bergamotto o a perfume de naranja, verde con jazmín o sin jazmín?” Cuando no siguen preguntando: “¿Con limón o sin limón?” “¿Quiere que le ponga azúcar?” Si lo más sencillo, digo yo, sería traer el limón por si acaso y dejar un azucarero en la mesa. Yo tomo el té o el café con sacarina, pero de eso nunca tienen.

La siguiente pelea es disfrutar del bebedizo y del sabroso trozo de tarta de forma tranquila, porque no crean ustedes que los camareros de Moscú son lentos y perezosos. Al contrario, en cuanto ven que tu plato está vacío o intuyen que tu taza se ha quedado seca se acercan raudos y veloces y los retiran… pero resulta que como sólo has dado dos sorbos todavía queda bastante café. Hay que enzarzarse en una vergonzosa discusión para que hagan el favor… Mi amigo Vova utiliza un truco para despistar a los rapaces camareros: coloca una servilleta de papel para que no vean el contenido de su americano con leche; y si no hay servilletas, tapa la taza con la mano para que no le arrebaten su presa.

Volví a recoger mi móvil al cabo de siete días y tras llamar por teléfono para asegurarme de que estaba preparado. Allí estaba la misma simpática señorita, quien, además de no abrir la boca, estuvo rebuscando durante media hora en un armario donde había un montón de aparatos electrónicos. ¿Quieren ustedes creer que durante todo ese tiempo no se le ocurrió decirme que esperase un momento, que enseguida lo encontraría, o simplemente inventar cualquier excusa? Pues no. Allí estaba yo como un pasmarote, armado con la única arma de que dispone el cliente en Rusia: su santa paciencia.

La Vanguardia (España)

 


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