Londres - Boris Johnson prepara un gasto público masivo con el fin de parar el golpe.Londres va a enterrar la austeridad y a gastar más de 100.000 millones de euros.
Para sus partidarios, el Brexit es como la guerra. Y por
tanto requiere medidas económicas excepcionales, como las que aplican los
países después de una conflagración o un gran desastre natural, aunque ello
implique vaciar las arcas del Tesoro, endeudarse hasta las cejas y empeñar a
generaciones futuras. La diferencia es que en este caso no se trata de un
castigo divino, sino de uno que el Reino Unido se ha impuesto a sí mismo casi
por deporte.
Con Boris Johnson todo es un poco frívolo, etéreo,
contradictorio y cogido por los pelos, y no puede decirse que tenga un plan
concreto y bien meditado para evitar el caos de ese Brexit sin acuerdo que ha
prometido para el 31 de octubre si la UE no se baja los pantalones, renuncia al
acuerdo de salida negociado con May, deja tirada a Irlanda, se olvida de la paz
en el Ulster y ofrece un “mejor trato” a Londres. Pero lo que sí ha hecho es
prometer el oro y el moro, asumir prácticamente todas las iniciativas de gasto
elaboradas por sus rivales y preparar un recorte de impuestos y un incremento
de la deuda nacional.
El fin del Gobierno de Theresa May va a ser también el
fin de una década larga de austeridad infligida al país por los tories en su
obsesión por reducir el déficit y presentarse como el partido del sentido común
y la probidad fiscal, en contraste con los “despilfarradores laboristas”. Pero
ahora los conservadores han decidido sacrificar sus valores económicos y su
tradición de prudencia en el altar del Brexit. Adiós al respeto a las
instituciones, el establishment y los grupos de interés. Goodbye al
pragmatismo, el gradualismo y el escepticismo ante los grandes proyectos y las
visiones de perfección. Au revoir a la teoría de que es mejor el cambio lento,
orgánico, incremental y cocinado a lo largo de décadas que las revoluciones.
Arrivederci a la noción de que lo familiar es mejor que lo desconocido, lo
experimentado que lo sin probar, lo actual que lo posible, los hechos
contrastados que el misterio, lo cercano que lo distante, lo suficiente que lo
superabundante, lo conveniente que lo perfecto. Adeu al principio de que la
mejor ideología es la no ideología.
Muchos británicos –y no británicos– piensan que a los conservadores
ingleses, por decirlo en lenguaje popular, se les ha ido la olla en esa especie
de trance religioso en que se ha convertido el Brexit. El partido que defendía
la Unión está dispuesto, con su nuevo radicalismo, a favorecer la separación de
Escocia y la reunificación de Irlanda. El partido de la monarquía no duda en
poner a la reina en un brete constitucional. El partido de los negocios, en
palabras del que pasado mañana será casi seguro su nuevo líder, dice
literalmente: Fuck business!
Sobre la premisa de que el Brexit es el equivalente moral
y político de la guerra, Boris Johnson y los tories han asumido la teoría de la
destrucción creativa del economista de la posguerra Joseph Schumpeter. Es obvio
que la salida de la UE –y más si es por las bravas– vendrá acompañada de serios
inconvenientes, pero en el fondo es una oportunidad histórica para hacer una
revolución desde dentro y suministrar al país un shock terapéutico, de esos que
sólo son posibles cada varias generaciones (los últimos, para la reconstrucción
después de 1945, y con la llegada al poder de Margaret Thatcher). La idea es
que el arco iris saldrá después de la tormenta, y cuando se calmen las aguas
habrá una economía más robusta, más independiente, con menos burocracia y
regulaciones.
En términos políticos, históricamente, ha habido dos
tipos de conservadores: los puristas o radicales, cuyo leitmotiv ha sido
favorecer a los ricos bajando sus impuestos y descartando cualquier noción de
distribución de la riqueza, y los integradores o one nation tories. Este
concepto nació en la época de Benjamin Disraeli, un populista y defensor a
ultranza del imperio que pretendía convertir a la reina Victoria en emperatriz
de India, pero que al mismo tiempo era un reformista social y lamentaba que
Gran Bretaña fuera en realidad “dos naciones, la de los privilegiados y la de
los pobres, habitantes de planetas diferentes”. Con esa filosofía, amplió el
derecho de voto y dio ayudas a las clases trabajadoras. Más tarde, Stanley
Baldwin, en esa misma línea, habló de “la necesidad de crear una sola nación”,
y Enoch Powell, Iain MacLeod y Edward Heath hicieron suyo el concepto.
Pues bien, esos tories moderados –y electoralmente
exitosos– han muerto también en la pira del Brexit. El Partido Conservador ha
renunciado a tomar la autopista tradicional de una política económica de
derechas (austeridad, menos impuestos, reducción del déficit y la deuda
nacional) y una política cultural de izquierdas (ayuda exterior, protección del
medio ambiente, sentencias blandas). Por el contrario, ha preferido seguir el
atajo electora populista-trumpiano de una política económica intervencionista
por parte del Estado, ligeramente antiestablishment, que cuestiona hasta cierto
punto el futuro papel del capitalismo, ataca la corrupción del sistema, ofrece
una protección (en gran medida ficticia) a los trabajadores, propugna más gasto
público y combate los monopolios, combinada con una política cultural de
derechas (menos inmigración, pena de muerte, sentencias más severas, más
policía, rechazo de los derechos de los homosexuales).
La receta de Boris Johnson para el Brexit es el
optimismo, la valentía, la imprudencia temeraria, saltar al vacío sin saber qué
hay abajo, más probablemente una roca que un colchón. Mientras, la mayoría de
los estamentos económicos (el Banco de Inglaterra, el Fondo Monetario
Internacional, la Confederación Británica de la Industria, las grandes
empresas, los sindicatos, la Oficina Nacional de Estadísticas...) pronostican
el caos en el supuesto cada vez más probable de un Brexit sin acuerdo: colas en
las aduanas, escasez de alimentos, medicinas, sangre y productos frescos,
cadenas de distribución bloqueadas, confusión en los mercados financieros,
menos competitividad de las empresas, reducción drástica de la inversión
extranjera, devaluación de la libra esterlina, fuga de empleos, menos mano de
obra extranjera, salarios más altos, inflación y posible regreso a la violencia
en Irlanda, donde nadie sabe cómo se va a gestionar la frontera. “Es muy
complicado cambiar al mismo tiempo el mercado de capitales al que se tiene
acceso y el mercado de trabajo –opina el economista Michael Drury–. Las
agencias de rating no van a tener compasión con el Reino Unido. El país se va a
endeudar más y va a tener que pagar intereses más altos. En una economía
globalizada, el estándar de vida depende de la opinión que tienen los demás
sobre tu estabilidad y tu crecimiento”.
Boris Johnson va a heredar muchos problemas, además del
Brexit: creciente desigualdad, pobreza infantil, listas de espera cada vez más
largas en los hospitales, aulas llenas, violencia en las prisiones, carencia de
un sistema viable de cuidado a los ancianos, aumento de las enfermedades
mentales, crisis con Irán... A los cuales habrá que añadir el cabreo de quienes
pierdan los trabajos con el aumento previsible del desempleo en hasta un 5%, y
el de los granjeros, ganaderos y pescadores que se queden sin las subvenciones
de la UE a las que se habían acostumbrado, pero que no valoraban. Su intención
es aprobar un presupuesto de emergencia –otra vez, como si se tratara de la
guerra–, con reducciones de impuestos a los más ricos (con un coste de 11.000
millones de euros), a los más pobres (otros 13.000 millones de euros),
reducción del impuesto corporativo del 19% al 12,5% (15.000 millones) y del
impuesto a la compraventa de propiedades, mejora en Educación (3.000 millones),
20.000 policías más en las calles (2.000 millones), incremento del gasto de
Defensa y un plan masivo de inversión en infraestructura (35.000 millones). Todo
ello, a un coste exorbitante, para parar el golpe y conseguir una subida del
PIB del 0,5%.
“Es muy cuestionable que semejante estrategia vaya a
funcionar –dice la economista Alison Trippier–. Boris Johnson es alérgico a los
hechos, a las sumas y a la realidad en general. En su vida ha visto una cuenta
de resultados. La fe en que el endeudamiento adicional se pagará por sí mismo
gracias al crecimiento adicional es una utopía. La deuda nacional (suma
histórica de los déficits anuales) se eleva ya al 80% del PIB, y aumentarla más
es una imprudencia. El país está coqueteando con entrar en recesión. El
petróleo del mar del Norte está a punto de agotarse, y no queda nada por
nacionalizar”. Por si el frenesí de gastos del probable nuevo líder tory no
fuera suficiente, la primera ministra saliente, Theresa May, se marcha habiendo
aprobado una subida del 2,5% de los sueldos de los funcionarios (la mayor en
seis años), un plan de mejora de la educación –pendiente de su refrendo en el
Parlamento– con un coste de 35.000 millones de euros para el erario público y
otro –inconmensurable– de eliminación de la huella de carbono para el año 2050.
Lo que le importa es dejar algún tipo de legado, aunque vacíe la caja fuerte.
Los conservadores, con el Brexit, han perdido el seso.
No todos los problemas económicos del Reino Unido son
culpa de la salida de Europa, pero el Brexit se produce en un momento
complicado de guerras comerciales y contracción de las economías de Estados
Unidos, China, Rusia y la eurozona. Es imposible cuantificar el impacto de la
salida de Europa, pero el Banco de Inglaterra lo cifra en 100.000 millones de
euros, la pérdida de un 2% del PIB en primera instancia y del 8% de aquí al
2030, un aumento del paro del orden del 5% y una disminución del 10% en el valor
de la vivienda. Los conservadores fiscales (representados por los dos últimos
ministros de Finanzas, George Osborne y Philip Hammond) han desaparecido del
mapa. Thatcher defendía un modelo económico utilitario del individuo como
consumidor, decía que la sociedad no existía, sólo las personas y las familias,
e impuso un darwinismo social de supervivencia del más fuerte regido por las
fuerzas del mercado y la capacidad de elegir, la productividad y la eficiencia
como valores supremos, a expensas de la solidaridad, los servicios públicos y
el sentido de comunidad. La consecuencia de su revolución fue el declive
industrial y la ruptura del tejido social. Boris Johnson también quiere hacer
su revolución, convirtiendo a Gran Bretaña en el Singapur europeo, un paraíso
de bajos impuestos y nulas regulaciones, el edén del Airbnb, el Uber y el
Deliveroo, donde el Estado no tenga que decir a los ciudadanos cuantos dónuts
pueden comer. Pero antes que nada ha de declarar la guerra.
https://www.lavanguardia.com/internacional/20190722/463629417271/brexit-reino-unido-johnson-londres.html