La República Popular tiene metido dinero en la industria nuclear y la telefonía. Estados Unidos y los halcones conservadores advierten de los peligros en materia de seguridad nacional.
Gran Bretaña ha entrado en la típica crisis existencial
de la edad madura. Con los “hijos” ya independizados (en su caso las antiguas
colonias), ha roto el matrimonio de conveniencia que tenía desde hace casi
medio siglo con la Unión Europea y en el que no le había ido nada mal, para
volcar su afecto en el amante de toda la vida (Estados Unidos). Pero además
últimamente había empezado a coquetear con alguien más joven (China, una
advenediza al capitalismo), en una aventura traviesa, emocionante y peligrosa que
le hacía sentirse sexy e interesante.
Washington, sin embargo, ha dado un puñetazo sobre la
mesa y le ha dicho a Londres que el coqueteo con Pekín ha ido ya demasiado
lejos, y que tiene que elegir, nada de comer en dos mesas. Que entiende que
habrá de mantener un contacto lo más cordial posible con Europa después del
divorcio, pero que la relación con China no puede ir a mayores. O ella o yo.
El Gobierno de Boris Johnson no sabe cómo salir del lío
en que se encuentra metido. Desde que el ex primer ministro también conservador
David Cameron anunció una “edad de oro” de las relaciones entre el Reino Unido
y la República Popular, Pekín ha estado invirtiendo del orden de nueve mil
millones de anuales en este país, y jugando fuerte para participar en el
desarrollo de infraestructuras y tecnología, en especial centrales nucleares y
la red de telefonía móvil 5G (a través de Huawei). Los contratos están firmados
y las obras han comenzado. El embajador chino, Liu Xaoming, ha amenazado con
represalias.
Tanto la participación china del 33% en la construcción
de la central nuclear de Hinkley Point en Somerset como en el desarrollo de la
red 5G ya provocaron suspicacias en su día, y un debate sobre sus implicaciones
en materia de seguridad que quedó opacado primero por el Brexit y luego por la
pandemia. Pero que ahora, con una mayoría absoluta conservadora y el país
intentando recuperar una sombra de normalidad, ha hecho explosión. De hecho,
son un grupo de halcones tories de la Cámara de los Comunes quienes están
presionando para poner distancia con China.
El pasado enero, Boris Johnson, recién llegado al poder,
dio un espaldarazo provisional al papel de China en la telefonía móvil
británica –una industria estratégica–, pero dijo que no se trataba de una decisión
escrita con sangre y que se revisaría en su día. Ese día ha llegado ahora, y la
nueva política será anunciada oficialmente antes de que los Comunes se vayan de
vacaciones el 22 de julio. La idea es dar a Pekín un “plazo razonable” para que
abandone el proyecto, que sería dentro de dos años (2023).
Pero así como en la telefonía británica China está
empezando a meter la cabeza, en el tema nuclear la tiene metida hasta el cuello
por deseo de Theresa May, la predecesora de Johnson, y CGN, una compañía estatal,
ha invertido 4.500 millones de euros en la construcción de un reactor en
Somerset, y tiene solicitado el permiso para fabricar otro de diseño propio en
la central de Bradwell (Essex). Aparte de eso, otra empresa se halla
involucrada en proyectos de plataformas petroleras en el mar del Norte, y es
copropietaria de una planta eléctrica.
El recorte de libertades en Hong Kong ha contribuido a
exponer los potenciales peligros de la inversión china. “No se trata de un país
tolerante con una democracia y una justicia claramente establecidas, y no
podemos permitirle acceso a infraestructuras críticas en materia de seguridad
nacional”, ha dicho el exlíder tory Iain Duncan Smith. Washington, que mantiene
su propia guerra comercial con Pekín, exige tolerancia cero. O ella o yo.