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14/03/2013 | Los Chávez que vienen

Daniel Morcate

La desaparición de Hugo Chávez del escenario político latinoamericano representa una nueva esperanza para el florecimiento democrático no solo de Venezuela sino de toda la región.

 

Pero hasta ahí llega la buena noticia. La mala comienza por el hecho evidente y constatable de que el país y gran parte de América Latina continúan siendo patéticamente vulnerables al surgimiento de caudillos de la misma estirpe que el venezolano, hombres fuertes providenciales que, teniendo una magnífica oportunidad de gobernar como demócratas, optan por explotar el “contacto místico con las masas”, al decir de los teóricos, y erigirse en tiranuelos todopoderosos que definen cada aspecto de la vida de los ciudadanos a los que gobiernan.


El legado de Chávez ha sido y será terrible para Latinoamérica. Su reinado enajenante y embrutecedor, tan elocuentemente reflejado en esas muchedumbres que lloraron su muerte a moco tendido, simboliza no solo la reiteración en pleno siglo XXI del caudillismo que a través de la historia les ha infligido a nuestros países infinitos sufrimientos y que tanto ha lastrado su progreso. También simboliza la “actualización”, si me permiten la palabra, de ese fenómeno atroz. Chávez tiene precursores como el cubano Fidel Castro, el nicaragüense Daniel Ortega y el peruano Alberto Fujimori; émulos como el ecuatoriano Rafael Correa y el boliviano Evo Morales; frustrados imitadores como el hondureño Manuel Zelaya. Pero lo más grave es que el variado éxito de muchos de ellos en la manipulación, el sometimiento y la humillación de sus pueblos es y será un incentivo para que asomen otros aspirantes a caudillos en la región.


Chávez se erigió en el autócrata prepotente que fue, en parte, porque los venezolanos no se conocían bien o tenían una idea trágicamente equivocada de sí mismos. Otro tanto les sucedió a los cubanos que le precedieron a mi generación, quienes le allanaron el camino a Castro. Creyeron poseer una educación y una madurez políticas de las que en realidad carecían. Pensaron, erróneamente, que sus políticos y militares eran, pese a todo, “profesionales” y que jamás se someterían a un caudillo vociferante. Muchos subestimaron la pobreza y la inopia en que malvivía la mayoría de sus compatriotas. Y sobreestimaron su derecho a vivir mejor que esas mayorías, tanto que muchos lo ejercieron con arrogancia. Ese fue el caldo de cultivo en el que se cocinaron los dos caudillos más exitosos en la usurpación y el abuso de poder en Latinoamérica. Y es, tristemente, un caldo de cultivo que continúa hirviendo en varios países de nuestra región.


El caudillismo latinoamericano es una variante particularmente cutre y ramplona del fascismo europeo. Pero a ambos los une la idea perniciosa de que las sociedades deben regirse por un movimiento cívico militar que delegue el poder decisorio en un ser providencial e iluminado, un duce, führer o caudillo que gobierne únicamente para sus seguidores incondicionales y aplaste sin miramientos a sus críticos y opositores. El mejor antídoto para este recurrente mal político es la educación. Y no me refiero meramente a la que enseña a leer y escribir. Me refiero a la que con paciencia y convicción inculca la tolerancia hacia quienes piensan diferente, la compasión y solidaridad hacia los desvalidos y el respeto a la democracia y sus instituciones como valor fundamental. Una ventaja de esta educación sutil y profunda es que permite a los pueblos reconocer en el acto a los políticos narcisistas, los cuales inevitablemente surgen en todas las sociedades, y frenarlos antes de que hagan mucho daño. Los norteamericanos han recibido esta modalidad de educación desde el inicio de su república, lo que en parte explica el que hayan construido la democracia más estable del planeta. A los europeos, en cambio, les ha tomado traumáticos siglos el adquirirla.


Una sólida formación democrática estimula la búsqueda honesta de soluciones y paliativos a los problemas que retrasan el avance de las sociedades, como la pobreza y la corrupción, dos males que confrontan todas las naciones pero que en América Latina son endémicos. De no adquirir esa formación, el precio que pagarán los latinoamericanos será el mantener en sus países las grandes desigualdades e injusticias que los dividen y enfrentan y que hacen no solamente posible sino previsible la aparición de gobernantes energúmenos y abusadores que se disfrazan de salvapatrias, como Hugo Chávez.

El Nuevo Herald (Estados Unidos)

 


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