Un día soltaron el bombazo de que multarían de forma salvaje a los médicos que recetaran medicamentos caros, como si lo hicieran por capricho o por avidez; otro, que los más pudientes y las clases medias tendrían que costearse sus enfermedades de larga duración aunque tuvieran seguro médico. También, y ahí fue Troya, que sería un comité médico el que evaluaría al paciente para determinar si seguían o no permitiendo el tratamiento de males onerosos para las arcas públicas.

Como era de esperar, les arrasó la avalancha enfurecida y se vieron obligados a recular. No lo hicieron de forma tajante, sino confusa, para tantear las reacciones y modificar lo que sentara peor.

El resultado es un ciudadano de a pie que está que muerde y un gobierno contra las cuerdas. El ministro de Protección Social, Diego Palacio se prodiga estos días ante los micrófonos para decir digo donde decía Diego, sin poder de convicción. Enfrente tiene a todo el cuerpo médico nacional, a los mejor especialistas, a los centros sanitarios, a los pacientes actuales y a los potenciales, a la clase política, tanto la opositora como buena parte de la propia, con las uñas afiladas.

La salida no es fácil. El Ejecutivo está obligado a reformar el sistema sino quiere que colapse, pero son ellos mismos, comenzando por el citado ministro, los que crearon el entuerto y los incapaces de encontrarle una salida razonable. Las cuentas, cierto, no salen y la improvisación con que dictan decretos y la rapidez con que anuncian que los cambiarán sólo las complica más. La sensación es que dan palos de ciego y que perdieron el control.

El escándalo añade una cuenta más en el rosario de erróneas decisiones gubernamentales que están minando la credibilidad del Presidente en los últimos tiempos. De hecho, un reciente sondeo mostró que por primera vez son más los encuestados que rechazan una nueva reelección que los que la quieren -46 por ciento contra 42.

Incluso medidas de empresas particulares terminan en el debe presidencial, como el cierre de la revista Cambio, integrante de la Casa Editorial El Tiempo, del grupo español Planeta, cercano al gobierno. La posición oficial del conglomerado ibérico fue alegar que desaparece por razones económicas pero el equipo periodístico y buena parte de sus colegas y lectores se inclinan a pensar que Casa Nariño presionó para silenciar su voz. La publicación había destapado una serie de escándalos que dejaban muy mal parados (y molestos por lo que interpretaban como fuego amigo) a Álvaro Uribe y su entorno. Sea o no cierta la tesis de la censura, el cerrojo llegó en un momento inoportuno para el Ejecutivo puesto que es un elemento más que hace dudar a los colombianos sobre la conveniencia de que el mandatario actual se perpetúe en el poder.