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16/04/2006 | La resaca italiana

Florentino Portero

Durante estos últimos días son muchas las reflexiones que hemos podido leer sobre las recientes elecciones generales en Italia. Creemos saber que el vencedor es Prodi, con su gran alianza de partidos de izquierda; estamos seguros de que los votantes se han dividido en dos bloques casi iguales; algo sabemos de un ir y venir de leyes electorales y de un cúmulo de formaciones políticas que han sido y continuarán siendo fuente inagotable de inestabilidad.

 

Una idea que hemos encontrado repetida en muchas de esas reflexiones es que a los italianos se les puso en la tesitura de elegir entre lo malo y lo peor y optaron... por lo que consideraron oportuno. Berlusconi llevaba años escandalizando a Italia y a Europa con sus salidas de tono y su control de los medios de comunicación. Prodi acumula en su currículo el haber fracasado ya en el puesto y haber sido un mediocre presidente de la Comisión Europea.

La singularidad italiana, culminada con el último esperpento de Berlusconi denunciando un «pucherazo», puede dificultarnos ver el bosque de la realidad de ese extraordinario país. Quizá lo más llamativo de estas elecciones es que nos muestra hasta qué punto Italia está integrada en el bloque de la Vieja Europa, la formada por los estados fundadores de las Comunidades Europeas.

Berlusconi llegó al poder con un programa de liberalización. Había en su discurso el reconocimiento de que Italia estaba perdiendo tanto productividad como competitividad en un mercado que ya era global. La sociedad se había hecho cómoda, disfrutaba de un sofisticado sistema de bienestar social y exigía su mantenimiento a pesar de que resultaba imposible seguir financiándolo. Como ya he escrito en estas mismas páginas en referencia a un país vecino, los italianos convirtieron en derecho adquirido unos servicios que no se podían mantener eternamente. Berlusconi y sus votantes parecieron comprender que había llegado el momento de afrontar cambios tanto en su mercado de trabajo como en el sistema de prestaciones sociales, siguiendo el modelo de Reagan, Thatcher o Aznar para adaptarse a unas circunstancias que eran muy distintas a las que caracterizaron los años de la Guerra Fría. Berlusconi, finalmente, logró defraudar las expectativas creadas. En el último momento se situó en la peor de las posiciones políticas posibles: sólo él podía impedir la llegada de la izquierda, como si eso fuera un activo suficiente.

Italia está dividida en dos, como Alemania, como España y como tantos otros países europeos. Eso es hoy Europa, sobre todo la Europa continental, una tierra en la que conviven, de forma crecientemente crispada, dos culturas políticas.

Hay una Europa liberal, que se siente enraizada en el gran e histórico legado judeo-cristiano; que asume los principios y valores laicos que la Ilustración definió a partir de ese legado; que se siente tan europea como atlántica; que es consciente de que hay que liberalizar tanto la economía, para hacerla más competitiva, como el denominado «estado de bienestar» para poder preservarlo; que se sabe capaz de afrontar el siglo XXI con optimismo y responsabilidad, aceptando el papel relevante en la nueva sociedad internacional que le depara su historia y su capacidad.

Hay una Europa socialista que trata de encontrar su identidad tras el fracaso tanto del comunismo como del colapso de las políticas intervencionistas practicadas desde el fin de la II Guerra Mundial. Ya no tienen un programa positivo dirigido a construir una sociedad socialista y tratan de obviarlo estableciendo una plataforma de grupos variopintos que sólo tienen en común el rechazo del liberalismo. Ese abandono de un programa positivo les aboca al relativismo. Si ellos ya no tienen la razón, porque no tienen una filosofía de referencia, no la van a tener los liberales. Han pasado del dogma al nadie tiene la razón. En tiempos de migraciones y complejos retos de convivencia entre culturas distintas el relativismo lleva al multiculturalismo, con sus evidentes riesgos de desintegración nacional. En materia económica y social se han convertido en los abanderados de la resistencia al cambio. De revolucionarios han pasado a ser conservadores de un sistema moribundo, que trata de elevar el consumo a derecho universal y símil de la felicidad.

Italia es un ejemplo más de esta quiebra ideológica. Tras la incompetencia de Berlusconi se encuentran algunas de las figuras más interesantes del liberalismo europeo como Marcello Pera, inspirador de la Fundación Carta Magna, así como una red de instituciones católicas dirigidas a renovar el discurso político desde el magisterio de la Iglesia. Tras Prodi el antiamericanismo, el pacifismo, el rechazo a las grandes reformas y un europeísmo mortecino que nos aboca a la decadencia y la irrelevancia.

La fractura social italiana es, en lo esencial, la misma que encontramos en Francia, donde la resistencia al cambio se llevó por delante el Tratado de la Constitución Europea y la humilde reforma del primer empleo. Las consecuencias están a la vista, estancamiento económico, revueltas sociales y un creciente problema de convivencia con la comunidad musulmana. En Alemania la población mantuvo en el poder a Schröder aun siendo consciente de su incompetencia, con tal de evitar que Merkel llegara al poder y realizara los cambios que la gran mayoría considera necesarios. ¡Qué decir de la España de Zapatero! Prototipo de relativismo y disposición a ceder al chantaje terrorista.

Berlusconi echó a perder una oportunidad para avanzar en la liberalización europea en uno de sus estados de referencia. Siguió, en este terreno, los pasos de Chirac, quien en tiempos también se presentó a la ciudadanía como liberal continuador de la obra de Thatcher. Prodi, al frente de una mayoría de izquierda, difícilmente realizará las reformas necesarias. Su pasado avala la perspectiva más pesimista.

(*) Analista del Grupo de Estudios Estratégicos

ABC (España)

 



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