Los liberales han avanzado con una combinación de cautela y utopía a la vista de las dificultades que han ido encontrando en su camino, desde la desastrosa experiencia de la Sociedad de Naciones hasta nuestros días, en los que aceptamos que unos estados tengan asiento permanente y derecho de veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas por la sola razón de que eran las potencias de referencia en 1945 y había que evitar que, como ocurrió con su predecesora, abandonaran la institución en el caso de que sus intereses se vieran perjudicados.

Otro ejemplo de esas dificultades lo encontramos en el uso del término multilateral. Lo multilateral es bueno, lo unilateral es malo. Pero multilateral es tanto el resultado de un tratado internacional como la formación de lo que podemos llamar un «directorio».

El G-20 es una organización que no debe su formación a un convenio firmado en el marco de la Organización de las Naciones Unidas, sino a un clásico ejercicio de poder. No es otra cosa que un nuevo directorio.

En su forma actual lo constituyeron Bush, Brown y Sarkozy, cuando acordaron convocar la Cumbre de Washington para dar respuesta a la crisis financiera. Dejando a un lado el debate sobre si ha sido o no eficaz, de lo que no hay duda es que no ha supuesto un hito en la constitución de un orden internacional más justo basado en el imperio de la ley.