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21/02/2010 | A la sombra de la historia

Pascal Beltrán del Río

La sucesión de un mandatario súper popular y de talla histórica no suele ser sencilla, como se demuestra en el caso de Sudáfrica.

 

Luego de que Nelson Mandela dejara el poder, hace poco más de una década, se desató una lucha encarnizada entre los dos hombres encargados de continuar su obra: Thabo Mbeki y Jacob Zuma.

Siendo Presidente el primero de ellos, Zuma, quien era vicepresidente, fue acusado de cargos de corrupción y destituido. Posteriormente, Zuma alcanzaría el liderazgo del Congreso Nacional Africano —el partido histórico de la mayoría negra de ese país—y sería exonerado de las acusaciones, al tiempo que Mbeki tendría que renunciar a su cargo en medio de señalamientos de que él mismo había participado en una conspiración contra su rival político.

Tras un breve interinato, Zuma fue elegido a su vez Presidente, pero su gestión no ha resultado menos escandalosa que la de Mbeki. En enero pasado, apenas ocho meses después de tomar posesión, Zuma, quien es polígamo, se casó con su quinta esposa en una boda que fue reseñada en todo el mundo. Y si eso no fuera suficientemente polémico, el político zulú acaba de reconocer el nacimiento de su vigésimo hijo… producto de una relación extramarital con la hija de un amigo.

La noticia, que se dio a conocer cuando Zuma se encontraba en el Foro Económico Mundial de Davos, a principios de este mes, fue juzgada duramente por la oposición, que acusa al Presidente, entre otras cosas, de no tomar en serio la crisis de salud pública que el país padece por la expansión del VIH sida. “Es una ofensa al legado de Mandela”, dijo en el Parlamento el líder de la bancada opositora, Anthol Trollip.

Qué distinta es la Sudáfrica de hoy, en plena preparación para recibir a los países que disputarán el Mundial de Futbol, en poco más de cien días, que la que retrata la muy elogiada película Invictus, cuya trama central es el apoyo moral que el presidente Nelson Mandela dio a su selección nacional de rugby para alzar la copa en el Mundial de ese deporte celebrado en 1995.

Mientras, del otro lado del Atlántico, Chile pondrá a prueba la solidez de su vida pública institucional —luego de veinte años de gobiernos estables de la Concertación por la Democracia—, cuando el presidente electo Sebastián Piñera se haga cargo del Palacio de la Moneda, el próximo 11 de marzo, en sustitución de Michelle Bachelet, quien deja el cargo con un índice altísimo de popularidad.

Y Brasil estará pronto en las mismas, pues el presidente Luiz Inácio Lula da Silva dejará el Palácio do Planalto al finalizar este año, cuando concluya el segundo de sus dos cuatrienios al frente del país.

El proceso de sucesión de Lula —quien llegará hoy a México para asistir a la Cumbre de la Unidad de América Latina y el Caribe, en la Riviera Maya—entró en su etapa decisiva ayer sábado, con la designación de Dilma Vana Rousseff como candidata a la Presidencia por el oficialista Partido de los Trabajadores (PT).

Aunque Rousseff arranca en segundo lugar de las encuestas, detrás de José Serra, el gobernador del estado de Sao Paulo y candidato del Partido de la Socialdemocracia Brasileña (con 36% de las preferencias, contra 25% de su contrincante), aún falta un largo trecho para las elecciones presidenciales de octubre y no puede descontarse la popularidad de Lula como un factor decisivo en la campaña.

En el marco del IV Congreso del PT, celebrado en Brasilia, Lula hizo algo más que ungir a Dilma Vana Rousseff, su ministra de la Casa Civil (jefa de gabinete), de 62 años de edad, como aspirante a sucederlo. El mandatario brasileño anunció además, en una entrevista, que no será candidato a la Presidencia en 2014, a lo cual tendría derecho legalmente.

De esa manera, Lula renunció voluntariamente a tener una posición relevante durante un período en que Brasil tendrá encima al reflector del mundo, como organizador del Mundial de futbol de 2014 y de los Juegos Olímpicos de 2016, éstos últimos en Río de Janeiro. Y así también fortaleció la imagen de la candidata de su partido.

Rousseff, hija de un militante comunista búlgaro y una brasileña, podría convertirse en la primera mujer en gobernar Brasil. Proviene de una izquierda más dura que Lula, quien fue sindicalista metalúrgico y es creyente. La actual candidata del PT fue guerrillera durante los regímenes militares, a principios de los años 70.

Economista de profesión, Dilminha, como se le conoce en Brasil, pasó tres años en la cárcel por sus actividades armadas, lapso en el que fue torturada.

En los años 90, cuando militaba en el Partido Democrático de los Trabajadores —que reclama el legado del expresidente Gertúlio Vargas—, fue miembro de dos gabinetes en su estado de Río Grande do Sul, como encargada de Energía, un tema que domina ampliamente. Cuando se rompió la coalición que sostenía al segundo de esos gobiernos, Rousseff optó por mudarse al PT.

El ascenso político de esta aficionada a la ópera no ha sido ajeno al dramatismo. En 2005, le tocó sustituir como jefa de gabinete al defenestrado José Dirceu, acusado de corromper a legisladores para que votaran a favor de iniciativas presentadas por la Presidencia.

Luego, en abril de 2009, anunció que estaba enferma de un cáncer linfático, del que parece haberse recuperado.

En su discurso de aceptación, Rousseff no dejó lugar a dudas sobre su propósito de continuar con las políticas aplicadas por Lula: “No cambiaremos, como se hizo en el pasado, las reglas a la mitad del partido… No habrá retroceso ni aventuras” (O Estado de São Paulo online).

Proteger el legado de Lula, que tanta buena imagen ha dado a Brasil en el mundo, y respaldarse en él, parece el camino lógico a seguir, aunque signifique caminar un tiempo a la sombra del predecesor, que comienza a dejar el poder envuelto en una gran popularidad (73%). Lo mismo ha dicho Piñera, quien se ha esmerado en tener una magnífica relación con Bachelet.

Lo difícil, como se ha visto en el caso de Sudáfrica, es pasar en esos casos del dicho al hecho.

Excelsior (Mexico)

 


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