Qué bueno que las visiones oportunistas, ideologizadas o simplistas de la seguridad pública han dejado de dominar porque el principio de toda solución a esta tragedia pasa por un saludable debate público en el que priven los datos duros.
Salvo en
sus expresiones más extremistas e irresponsables, la discusión pública sobre la
violencia criminal que azota al país se ha vuelto mayoritariamente ponderada.
Ya no
tiene mucho peso la visión de que el gobierno de Felipe Calderón llegó a
“patear el avispero” y eso provocó que los criminales salieran furiosamente a
matar enemigos, miembros de las fuerzas del orden y personas inocentes.
Tampoco
escuchamos ya el pretexto de la autoridad (salvo en el caso del gobernador de
Veracruz) en el sentido de que lo único que pasa en las calles es que los
delincuentes están matándose entre ellos y que eso es bueno porque algún día se
exterminarán unos a otros y así llegará la paz.
Qué
bueno que las visiones oportunistas, ideologizadas o simplistas de la seguridad
pública han dejado de dominar porque el principio de toda solución a esta
tragedia pasa por un saludable debate público en el que priven los datos duros.
Sin
embargo, aún falta mucho por avanzar en ese camino, pues la estrategia oficial
no parece salir de la lógica de la coerción, lo cual lleva a los interesados y
preocupados en el tema a discutir sólo si el gobierno federal está haciendo
bien o no la tarea, si debiera apostar más a la inteligencia y los golpes bien
colocados —en vez de sacar la tropa a la calle cada vez que hay crisis— y si no
sería bueno que los gobiernos estatales, el Congreso de la Unión y el Poder
Judicial metieran más el hombro en este esfuerzo.
Para mí
esta lógica de que todo comienza y termina en la procuración e impartición de
justicia deja fuera una parte esencial del film noir que nos proyectan todos
los días los criminales: los orígenes de la violencia, las explicaciones
sociológicas y sicológicas sobre el horror al que es capaz de llegar el ser
humano, e incluso comunidades completas, y sobre las que hay una gran cantidad
de investigación en todo el mundo, incluyendo México.
¿Cuánto
de lo que nos pasa es obra del uno por
ciento de sicópatas que existen en cualquier sociedad y que, de acuerdo con los
estudios del renombrado sicólogo canadiense Robert D. Hare —autor de Sin
conciencia—, no tiene manera de curarse y sólo dejará de hacerle daño a los
demás cuando sea encerrado?
¿Qué
sucedió demográficamente en México en las décadas de los 80 y 90, cuando
nacieron la mayoría de quienes hoy son sicarios y que se muestran capaces de
realizar actos de sadismo indescriptibles, porque no sólo matan sino torturan a
sus víctimas y no pierden ocasión de mostrarle a la sociedad de lo que son
capaces?
¿Dónde y
por qué se incubó la violencia? ¿Por qué arrasó primero al norte rico antes que
al sur pobre?
Si hay
falta de instituciones se da en una y otra regiones, ¿por qué en la primera? ¿E
sólo por el embudo de la frontera y el control de las rutas del narcotráfico?
¿Cómo
fue la infancia de quienes hoy son sicarios? ¿Nacieron en hogares tradicionales
o monoparentales? ¿Hasta qué grado fueron a la escuela? ¿Quiénes fueron sus
maestros y compañeros de clase? ¿Cómo se engancharon en el crimen organizado?
¿Han llegado a considerar que matar es un empleo como cualquier otro?
Después
de hacer estallar un coche bomba, de fusilar a un grupo de migrantes
harapientos, de prender fuego a un negocio lleno de gente o de matar por
asfixia a una treintena de personas y arrojar sus cadáveres desnudos en la vía
pública, ¿los sicarios se van a tomar una cerveza, como haría cualquiera al
final de la jornada laboral, o llevan a sus hijos de compras? ¿Qué ven en el
espejo cuando se peinan por las mañanas? Éstas son algunas de las preguntas que
me han acompañado durante los últimos meses.
Para
tratar de responderlas he consultado algunos trabajos escritos por expertos en
conductas violentas: Biosocial bases of violence, de David P. Farrington et
al.; Social learning and social structure: A general theory of crime and
deviance, de Ronald L. Akers; Manual para el tratamiento psicológico de los
delincuentes, de Santiago Redondo Illescas; Preventing and reducing juvenile
delinquency, de James C. Howell, y The psychology of criminal conduct, de Donald
A. Andrews y James Bonta, entre otros.
También
emprendí una serie de entrevistas sobre el tema, que le presentaré a partir de
mañana (la primera de ellas con Martín Barrón Cruz, historiador y criminólogo e
investigador del Instituto Nacional de Ciencias Penales, quien elaboró el
perfil criminal de La Mataviejitas y afirmó que era mujer antes de que fuera
detenida, cuando todos pensaban que el asesino serial de ancianas de la Ciudad
de México era hombre).
Hoy sé
más del tema de lo que sabía cuando comencé a leer al respecto, pero todos los
días me surgen nuevas dudas. ¿Cómo explicar, por ejemplo, el fenómeno de los
grupos de mujeres sicarias, como las llamadas Panteras?
Eso sí,
hay constantes que deberían estar siempre en la mente de quienes tengan la
intención de diseñar y poner en práctica políticas públicas para la prevención
del delito. Por ejemplo, que las conductas antisociales se aprenden en la
infancia y adolescencia, tienen cimientos en la falta de oportunidades y
requieren de justificaciones sociales para florecer y expandirse.
Hoy en
día, el diseño de estrategias de mediano y largo plazo para cambiar el estado
de violencia que vive México no parece estar en el escritorio de los
funcionarios ni en los pasillos del Congreso. Tampoco están en el centro de la
discusión pública. Hay una evidente preocupación por cómo combatir a los
criminales pero casi nadie parece estar interesado en conocer a quienes
delinquen: quiénes son, por qué lo hacen, qué patrones de conducta habría que
esmerarse en cambiar, cómo generar las oportunidades de estudio y la protección
social para evitar que nuevos jóvenes sean enganchados por el crimen
organizado.
La clase
política mexicana no parece muy interesada en buscar la respuesta a esas
preguntas. Los gobiernos federal y estatales tienen por prioridad la atención
de la coyuntura y la reacción de la opinión pública a sus acciones
inmediatistas. Y no quitan la mirada de la siguiente cita en las urnas.
Los
plazos de diez o quince años están fuera de su radar. Y, sin embargo, son los
plazos en los que tendríamos que estar pensando como sociedad si aspiramos a
que, algún día, la paz y la seguridad vuelvan a nuestras calles.
**En
Twitter: @beltrandelriomx