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17/08/2009 | México - Contra el crimen, certeza jurídica

Pascal Beltrán del Río

A fin de acabar con un peligro de seguridad pública que amenaza a la sociedad, como pueden ser la delincuencia organizada y el terrorismo, un Estado democrático sólo debe emplear métodos que estén legalmente contemplados.No importa qué tan deleznable sea el crimen ni qué tan urgente pueda parecer la necesidad de encontrar y sancionar a los culpables. Cuando se pasan por alto los procedimientos válidos para detener, someter a juicio y encarcelar a alguien, tarde o temprano hay consecuencias.

 

Hace seis meses publiqué una entrega de esta Bitácora titulada: “Mantener la superioridad moral del Estado” (Excélsior, 22/II/2009).

En ella argumenté que en un país democrático, normado por una Constitución que prevé una serie de garantías individuales —entre ellas, el debido proceso—, la autoridad no puede pasar éstas por alto en un afán de castigar la comisión de un delito, así lo haga para paliar el hartazgo ciudadano por una criminalidad desenfrenada.

A fin de acabar con un peligro de seguridad pública que amenaza a la sociedad, como pueden ser la delincuencia organizada y el terrorismo, un Estado democrático sólo debe emplear métodos que estén legalmente contemplados.

No importa qué tan deleznable sea el crimen ni qué tan urgente pueda parecer la necesidad de encontrar y sancionar a los culpables. Cuando se pasan por alto los procedimientos válidos para detener, someter a juicio y encarcelar a alguien, tarde o temprano hay consecuencias.

Un Estado que practica la manipulación de la justicia, por muy loables que parezcan sus fines o muy apremiantes que sean sus necesidades políticas, acaba convertido en caricatura.

Con su fallo sobre el caso Acteal, la Suprema Corte de Justicia acaba de corregir un acto de injusticia artero contra una veintena de personas acusadas y sentenciadas por esa matanza. Y más importante aún: dejó sentado un criterio contra la fabricación de culpables.

Esta última es una grave falla de nuestro Estado de derecho que se remonta, por lo menos, a los albores del régimen autoritario que confundía la impartición de la justicia con el control político del país. Una falla que, por lo visto, ha sobrevivido al advenimiento de la democracia.

Después de lo ocurrido en el caso Acteal —que queda pendiente de esclarecer, por cierto—, cabe preguntarse cuántos inocentes se pudren en una prisión debido al simple hecho de que su encarcelamiento resultaba conveniente a algún funcionario. O por la marcada incapacidad del Ministerio Público para investigar los delitos (en México, nueve de cada diez consignados son detenidos en flagrancia).

Y, por eso mismo, preguntarse cuántos culpables siguen libres, a causa de un Ministerio Público incapaz o corrupto.

El fallo sobre Acteal es una mancha en el sistema de justicia en México, porque un grupo de personas, al que se negaron sus garantías procesales contempladas en la Constitución, estuvo preso durante 12 años sin razón legal (el amparo obtenido no equivale a inocencia). También, porque los responsables de las acciones u omisiones que dieron lugar a esa fabricación de culpables difícilmente recibirán una sanción.

Sin embargo, es de celebrarse que el fallo ponga límites a la discrecionalidad de agentes del Ministerio Público y jueces, pues fija criterios que estos últimos se verán obligados a cumplir a la hora de procesar a los acusados. A todos nos conviene tener reglas más claras en materia judicial.

Como resumió el ministro Juan Silva Meza, la Suprema Corte envió “un claro mensaje a las autoridades encargadas de perseguir y castigar los delitos: sus acciones deben respetar siempre, escrupulosamente, el régimen constitucional y los derechos humanos”.

Y agregó: “No hay peor injusticia que tratar de enmendarla cometiendo otra”.

En ese sentido, hay quienes ven con preocupación algunas cosas que se repiten durante el desfile ante los medios de comunicación de presuntos miembros del crimen organizado.

Casi siempre se trata de individuos que llegan con huellas de golpes. Ante ese hecho, un observador desinteresado tiene que hacerse las siguientes preguntas: ¿Todas esas personas se resistieron al arresto y hubo que someterlas con fuerza excesiva? ¿No existen técnicas profesionales para detener a los sospechosos sin dejarles el ojo morado? ¿Se trata de mandar un mensaje a los delincuentes y satisfacer el ansia vengativa que habita en la psique de muchos mexicanos?

También hay quienes no están de acuerdo con el abuso de la figura del arraigo judicial, que implica detener para investigar en vez de investigar para detener.

Me cuento entre quienes opinan que el encierro en lugares como el Centro Nacional de Arraigos priva a los detenidos de sus garantías más elementales, lo cual facilita el trabajo de la autoridad de acumular varias acusaciones en contra.

Por otro lado, hay autoridades y comentaristas de visión muy corta que piensan que el hecho de exigir el cumplimiento del debido proceso y la protección de los derechos humanos para todos los habitantes de este país implican una suerte de colaboración con los delincuentes.

Al contrario: quienes procuran e imparten la justicia sin tomar en cuenta la Constitución y las leyes del país, así como los convenios internacionales que México ha suscrito, vulneran el Estado de derecho y envían un mensaje ominoso a los ciudadanos: “No se puede confiar en lo que hace la autoridad, pues un detenido puede ser el responsable del delito… o puede no serlo, vaya usted a saber”.

Como lo escribí en febrero, el Estado tiene que poner por delante su superioridad moral. No puede, como algunos quisieran, atacar a la delincuencia con sus mismos medios canallescos. La autoridad debe ser una observadora escrupulosa de la legalidad.

Para poner un dique al crimen, lo primero que hace falta es echar abajo las altas tasas de impunidad que se dan en México. Y éstas ocurren, en buena medida, porque el Ministerio Público actúa con alto grado de discrecionalidad —¡y todavía hay quienes quieren que sea autónomo!—, pero sin los recursos ni la capacitación necesarios a fin de realizar buenas pesquisas. Se trata de una pésima combinación.

Con certeza jurídica y capacidad de investigación, el incentivo para violar la ley necesariamente disminuye: quien la hace, la paga, y quien la paga es porque la hizo.

**Estimado lector, lo invito a que me siga en twitter.com/beltrandelriomx

Excelsior (Mexico)

 


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