Tuvieron que hacerlo, ya que, para sorpresa de sus gobernantes, la población local no quería que entraran centenares de miles de personas –en Alemania, un millón en un solo año– de cultura radicalmente distinta. Los temores de los acusados de alarmismo, cuando no de racismo, que habían advertido que entre los resueltos a trasladarse a las zonas más prósperas de Europa se encontrarían varios miles de terroristas aguerridos, además de muchos que no sentían respeto alguno por las leyes y costumbres de los pueblos anfitriones, no tardaron en verse confirmados. Nadie cree que los ataques yihadistas en París y Bruselas sean los últimos. Asimismo, las violaciones de centenares de mujeres que el Año Nuevo sufrieron los resistentes de ciudades como Colonia y Hamburgo, más los intentos de las autoridades para ocultar lo que había ocurrido, produjeron tanta indignación que los gobiernos no tuvieron más alternativa que la de procurar frenar lo que muchos calificaban de "una invasión".

Están tratando de hacerlo mediante un acuerdo con el gobierno turco según el cual Grecia tendrá que devolver a Turquía a quienes no han presentado un pedido de asilo, o sea virtualmente todos con la excepción de aquellos sirios e iraquíes que se afirman dispuestos a permanecer donde están hasta completar los trámites legales exigidos para que puedan seguir viaje hacia un país más rico. Mientras tanto, Alemania y otros países han comenzado a dejar entrar a personas seleccionadas en los campos de refugiados, brindándoles los medios de transporte necesarios. El plan que se puso en marcha hace algunos días ha motivado un sinnúmero de críticas por parte de quienes señalan que Turquía dista de ser un "país seguro" y, de todos modos, en muchas localidades turcas se celebran protestas parecidas a las que todos los días se dan en el norte de Europa. Aunque nadie soñaría con acusar a los musulmanes turcos de "islamofobia" o "racismo", su actitud frente a sus correligionarios se asemeja mucho a aquella de la mayoría de los habitantes de la Unión Europea.

Por desgracia, no hay soluciones fáciles para la terrible crisis humanitaria del mundo musulmán. Por razones que deberían ser evidentes pero que los dirigentes europeos preferirían pasar por alto, permitir que una proporción cada vez mayor de sirios, iraquíes, afganos, paquistaníes, bangladesíes y africanos se mudaran al norte de Europa supondría importar los problemas políticos y sociales que están destruyendo sus países de origen. El peligro de que ello sucediera sería menor si los inmigrantes estuvieran dispuestos a adoptar las modalidades de los países anfitriones, pero una minoría importante se resiste a hacerlo; es paradójico, pero quienes se oponen por principio a los intentos de integrar a los inmigrantes suelen ser los defensores más vigorosos de una política de fronteras abiertas.

No hay motivos para suponer que sea cuestión de una crisis pasajera. Por el contrario, todo hace pensar que el "gran Oriente Medio" seguirá en conflicto por muchos años más y que en otras partes del mundo subdesarrollado millones de personas querrán emigrar, por los medios que fueren, a los países relativamente ricos. Antes de que la canciller Merkel decidiera abrirles las puertas a los necesitados del resto del mundo, los europeos creían que sería posible manejar el influjo de extracomunitarios, pero de resultas del caos provocado por la generosidad de la alemana han cambiado drásticamente de actitud, de ahí el costoso arreglo con Turquía. Es de prever, pues, que en adelante los miembros de la Unión Europea mantengan políticas inmigratorias que sean mucho más severas que en el pasado, en parte porque saben que negarse a hacerlo significaría dejar entrar a una cantidad enorme de personas sin la preparación necesaria para hacer un aporte positivo a la economía local y que por lo tanto tendrían que depender del ya raquítico Estado benefactor, y en parte por entender que las tensiones ocasionadas por la inmigración en gran escala beneficiarían a la derecha xenófoba.