Desde el mes de mayo, los 'países del Este' han encabezado una rebelión contra las propuestas de la Comisión Europea sobre inmigración, refugiados y asilo. Han bloqueado un Consejo europeo, dos reuniones de ministros de Interior, se han cerrado en banda pese a la presión alemana y han forzado que el tema tenga que ser votado, algo poco habitual para asuntos de mucho calado.

¿Por qué? Hay muchas razones y han constituido un bloque, hasta ayer sólido, para definir una posición conjunta. Por un lado, hay una cuestión de soberanía. Nadie quiere que Bruselas le diga cuántos refugiados tiene que aceptar, cuáles, cómo y cuándo. Ni que le impongan cuotas obligatorias, lo que supondría una especie de jurisprudencia de cara al futuro, para posteriores redistribuciones y otros asuntos. Entienden el problema, aceptan que se tiene que hacer algo, pero se oponen formalmente a la forma de hacerlo. Quieren que todo sea voluntario.

Hay, también, cuestiones ideológicas y filosóficas. Polonia, Eslovaquia Hungría lo han dicho claro: no quieren musulmanes. Sin medias tintas ni vueltas. Porque creen que hay yihadistas entre los que han huido de la guerra. Porque creen que los musulmanes no se integrarían bien en sus países y porque creen que "están en peligro las raíces cristianas de la UE".

Hay problemas de pura política nacional: con un mensaje duro contra la inmigración ilegal pueden ganar votos, o eso creen. Y han endurecido el mensaje de cara a sectores conservadores de sus regiones.

Y hay un problema más amplio. Desde fuera llegan las críticas al Este por egoísmo, por xenofobia, por ultraderechismo. Se les acusa de ver a la UE "como un cajero automático" del que recibir sin apenas participar. Pero diplomáticos de algunos de los países pequeños han explicado estas semanas a sus colegas, que el debate para la acogida de apenas unos cientos de refugiados se ha convertido en el debate más intenso en años. Que ha puesto en cuestión la estructura de sus estados, el modelo incipiente de Estado de Bienestar. Son países que han visto irse a muchos de sus ciudadanos a otros lugares en busca de oportunidades y que ahora no saben cómo ponerse del otro lado.

Para muchos, se ha juntado competencias "en las políticas menos europeizadas (fronteras , seguridad y asilo), con los sentimientos más nacionales (religión, seguridad, sistema social)", explica Wojciech Golecki, analista de CC Europa. "A lo que hay que añadir el miedo a las minorías, en Eslovaquia y Hungría especialmente".

Con debates sectoriales sobre el papel de cada uno, con el crecimiento de Varsovia como líder regional. Y hay, por último, una crisis en el modo de pensar Europa. Los países pequeños han visto, con la crisis griega, cómo los grandes los usaban para azuzar a Tsipras y Syriza. Se les dio más voz que nunca. Los escucharon, los incitaron a hacer declaraciones. Les dijeron que eran importantes y que cada voto cuenta. Y ahora quieren que se les siga escuchando, y más en un tema que consideran crítico para el futuro del continente.