En efecto, desde hace ya un par de años, cuando las corrientes políticas más conservadoras de Estados Unidos se alejaron del núcleo del Partido Republicano para constituir el Tea Party arguyendo que los republicanos se habían “ablandado” en su lucha contra el “comunismo” de los demócratas y en su defensa de los “valores” inspirados en el fundamentalismo protestante y la pureza de raza anglosajona, comenzaron a oírse las primeras voces de alerta sobre la carga explosiva que estaba incubándose en esa agrupación.

Fueron muchas las voces que se alzaron en el escenario político, intelectual, periodístico y cultural de Estados Unidos para alertar del peligro. Y entre ellas hubo una que se destacó por la claridad con la que se oía, por la elocuencia de sus argumentos, por la firmeza con la que defendía sus opiniones. Era la voz de la por entonces candidata demócrata Gabrielle Giffords, quien, espantada por los términos empleados en su contra durante la campaña electoral, no sólo denunció a sus rivales, sino que advirtió de los peligros que esos mensajes traían tanto para su propia integridad como para la de la democracia estadounidense.

Se refería, por ejemplo, al eslogan de campaña utilizado por su rival en las recientes elecciones legislativas. “Ayúdenme a sacar a Giffords con mi M-16 cargado”, decía el candidato del Tea Party. Pero no era el único en recurrir a ten belicoso lenguaje.

También Sarah Palin, para alentar a sus seguidores a evitar el triunfo de candidatos demócratas, decía: “No retrocedan, ¡recarguen!”. Y más aún, publicó en su sitio web un mapa con “tiros al blanco” señalando con miras telescópicas los distritos en los que los demócratas mantenían su mayoría, entre ellos el de Giffords. “Cuando la gente hace estas cosas, se tiene que dar cuenta de que existen consecuencias”, dijo premonitoriamente la hoy agonizante demócrata al referirse a la campaña de Palin y sus seguidores.

Con esos antecedentes, no resulta sorprendente que sea contra el Tea Party más que contra el joven que apretó el gatillo que se dirija la atención de gran parte de la opinión pública estadounidense y mundial. Y de nada sirve que, para desviar el dedo acusador que los señala, los principales exponentes de la derecha estadounidense acusen a Obama, a los demócratas –e incluso a los republicanos que no los socapan– de estar politizando un caso que según su criterio sólo debe incumbir a un psiquiatra, el del joven asesino.

Por ahora no se sabe si Giffords saldrá con vida del hospital. Lo que sí es seguro es que el hecho ha servido como un muy oportuno llamado de atención a los políticos y al pueblo estadounidense sobre la magnitud de los peligros que se están gestando al amparo del fundamentalismo conservador. Es de esperar que la experiencia sirva para que los Estados Unidos vuelquen su mirada crítica sobre sí mismos.