Este momento ha llegado, ya que es imposible preservar una moneda única si Europa carece de instituciones que le permitan el desarrollo de políticas económicas y fiscales compartidas. Y es que cualquier tipo de unión con vocación de permanencia requiere, para subsistir, la concurrencia de dos requisitos. Primero, la existencia de unas instituciones permanentes, capaces de adoptar y ejecutar acuerdos vinculantes para todos sus miembros, así como de controlar democráticamente todo el proceso; y, segundo, la admisión de una responsabilidad solidaria o compartida, por determinadas actuaciones y en ciertos casos y condiciones. Sin instituciones comunes y sin responsabilidad solidaria -aunque se constriñan a ámbitos limitados- no hay unión viable, tanto en el ámbito de los negocios privados como en el de los asuntos públicos. No hay unión si no se comparten objetivos, decisiones y riesgos.

La construcción de un espacio federal no es tarea fácil. Baste recordar que en Estados Unidos costó una guerra civil de una violencia extrema entre los estados del Norte, partidarios de un estado federal, y los estados del Sur, defensores de la fórmula confederal. Es evidente que hoy resulta impensable un episodio semejante, pero ello no quita para que la tarea de articular una estructura federal, con la correlativa cesión de soberanía, sea en Europa de una dificultad extrema, agravada por la pluralidad cultural -de idiomas y tradiciones- del mosaico europeo. Sin olvidar que ninguno de los tres estados europeos que por dimensión, economía e historia podrían liderar el proceso -Alemania, Francia y Gran Bretaña- muestran ningún entusiasmo por una tarea que exige cesiones de soberanía. De ahí que los pasos que se den en esta dirección tengan que ser forzosamente prudentes, cortos y, sobre todo, impulsados por una necesidad perentoria. Porque la implantación de un orden federal en Europa sólo resultará posible, dada la inexistencia de una autoridad superior que lo imponga, cuando las desventajas que acarrearía la ausencia de dicho orden sean superiores a los costes que supondría su establecimiento.

Estas condiciones se dan hoy en Europa, y de ahí que se intente avanzar en la conformación de una unión bancaria europea -con facultades normativas, de inspección, de recapitalización y de garantía de depósitos- que permita recapitalizar directamente los bancos en dificultades sin pasar por la intervención formal de su país de origen. Esta unión, si llegara a cristalizar, constituiría un paso de importancia incalculable en el proceso de construcción europea, que es tanto como decir de su federalización. En el bien entendido de que, de no darse este paso sin ser sustituido por otra decisión equiparable, el euro -y con él Europa- entraría en trance agónico. En este mes de junio puede decidirse la suerte del euro y de la Unión Europea. Lo que exige en los dirigentes europeos lucidez para asumir plenamente la complejidad de la situación, coraje para decidir y prudencia para ejecutar.