La Navidad será pobre. Esto significa que el modo de gestión hipermundializado se ha convertido en una causa de fragilidad, incluso de recesión futura. Es necesario replantearse la globalización. De repente nos dimos cuenta, por ejemplo, de que medicamentos básicos o las mascarillas solo se fabricaban en China, lo que costó miles de vidas.
La economía es una ciencia, imperfecta como cualquier
ciencia, pero una ciencia al fin y al cabo. ¿Cómo podemos distinguir una
ciencia de una creencia, una ideología o una opinión? El científico solo
procede según una hipótesis que coteja con la realidad. Cuando la realidad
contradice la hipótesis, es porque esta última es falsa y debe ser abandonada;
todo lo contrario a la teología y la ideología. Pues bien, en estos días, las
certezas de los economistas científicos (hago caso omiso de gurús, charlatanes
y analistas) están viéndose sacudidas por los acontecimientos. Peor aún, hay
algunos fundamentos de la ciencia económica, hasta ahora aceptados por
consenso, que deben ser revisados ​​a
fondo. Las causas probables son la pandemia, que ha modificado comportamientos
e intercambios, y la elección de los Estados, sobre todo de Europa y Estados
Unidos, de proteger el nivel de vida de las poblaciones afectadas, trabajen o
no. La pandemia también ha acelerado determinadas innovaciones, como por
ejemplo el consumo mediante entrega a domicilio, el teletrabajo o el gusto por
los coches eléctricos con autonomía limitada.
De momento, con el retroceso de la pandemia, nadie sabe
qué hábitos adquiridos, como el teletrabajo y las entregas a domicilio,
perdurarán; el impacto en el mercado inmobiliario, en el transporte público y
en el comercio local podría llegar a ser considerable y redistribuir el valor
de los activos y los salarios. Después de la pandemia, también hemos
descubierto que la denominada producción ajustada -sin existencias, solo
entregas bajo pedido- era tan aleatoria que no podía resistir el más mínimo
cambio en el comportamiento del consumidor. También sabemos que, durante la
pandemia, a nuestro pesar, hemos ahorrado, y que las fábricas se detuvieron en
todo el mundo. Ahora, los consumidores quieren ponerse al día con el desfase de
compras, pero en vano. Ya se trate de recambios, especialmente componentes
electrónicos, o simples juguetes de plástico para Navidad, los fabricantes son
muy pocos, y con los modos de expedición (principalmente por contenedores
marítimos) se tardará al menos un año en atender la demanda pendiente. La
Navidad será pobre. Esto significa que el modo de gestión hipermundializado,
que parecía una idea brillante cuando se concibió, se ha convertido de repente
en una causa de fragilidad para las empresas, incluso de recesión futura. Por
lo tanto, es necesario replantearse la gestión de la globalización, si no la
globalización misma. Recordemos que en Europa, al comienzo de la pandemia, nos
dimos cuenta de repente de que los medicamentos básicos y las mascarillas solo
se fabricaban en India y China, lo que costó varios miles de vidas.
Después de la pandemia (esperamos), también nos
preguntamos cómo devolver la generosa y legítima ayuda social concedida a todos
aquellos que ya no podían trabajar, empleados y empresarios. Los estados,
siempre a dos velas y en equilibrio inestable, demostraron, de la noche a la
mañana, que eran capaces de desembolsar sumas desorbitadas, «cueste lo que
cueste», como repetía en Francia el presidente Macron. La solución más sencilla
era fabricar dinero en los bancos centrales de Europa y Estados Unidos, sin
preocuparse por el mañana. Los estados, por su parte, aumentaron su déficit sin
pensar en la devolución. Para compensar, la Unión Europea se endeudó en el
mercado mundial, donde los estados superricos, como Qatar o Arabia, no saben
dónde colocar sus excedentes monetarios. En la economía clásica, para
reembolsar es necesario o crecer a una velocidad de locura para que los
impuestos cubran los déficits, o adivinar el valor de la moneda por la
inflación; se paga, pero con dinero falso. También se puede no reembolsar, pero
este privilegio está históricamente reservado a Argentina. En Europa, no hay
manera de no reembolsar, porque no podríamos volver a pedir prestado.
¿Crecimiento frenético? ¿Es posible que la capacidad de innovación
occidental -lo vemos en biología, la conquista del espacio y la energía
nuclear- traiga de nuevo las tasas de crecimiento del orden del 5 por ciento
anual que no hemos visto en una generación? Es posible, si los izquierdistas y
ecologistas, partidarios de la disminución del crecimiento, no protestan con
demasiada violencia contra las nuevas conquistas de la naturaleza.
Queda la inflación, la peor solución porque, de hecho, es
un impuesto oculto para los más pobres. ¿No habrá empezado ya está inflación?
Sobre este tema, los economistas están muy divididos; algunos creen que los
precios están aumentando porque los retrasos en la producción y la entrega
crean escasez, y por lo tanto, los precios suben. Otros señalan que es más bien
la globalización a ultranza la que crea escasez y que la inflación ha llegado
para quedarse. Si a todo esto le añadimos los contenedores demasiado grandes
que bloquean el Canal de Suez, los puertos demasiado pequeños que tardan en
descargar los barcos, la concentración de la producción en dos o tres fábricas
en Taiwán y China, que están al borde del conflicto armado, podemos deducir que
la inflación refleja muchos fallos estructurales de la economía. Y si sumamos
las demandas salariales, legítimas, en las empresas, cuyos gerentes y
accionistas son superricos, lo que debe revisarse es el equilibrio financiero
de las economías occidentales. ¿Es normal que los precios de las acciones se
disparen cuando el mundo está paralizado por una pandemia? No es ni lógico ni
moral; Biden ha aprendido la lección al intentar acercar EE.UU. a un modelo de
socialdemocracia europeo.
Nadie tiene una respuesta preparada para estos
terremotos. La ciencia económica es una profesión de futuro, siempre que siga
siendo ciencia, sin prejuicios partidistas.