Se dice que Gorbachov, cuando recibió el Premio Nobel de la Paz en 1990, lo vio como una maniobra antisoviética. TenÃa razón, pero la Unión Soviética ya no existÃa y él fue el último en percatarse.
Gorbachov no quiso nada de lo que logró: la destrucción
de la Unión Soviética, la muerte de la ideología socialista, la independencia
de los pueblos sometidos. No conocemos, en la historia contemporánea, a un
estadista con un destino tan paradójico. Su obra fue considerable, enteramente
basada en un malentendido; Edipo rey cegado por sí mismo. Todo empezó en 1985
con su nombramiento al poder por el Politburó, la autoridad suprema de la URSS.
Los tres líderes anteriores habían muerto en tres años, todos veteranos muy
ancianos. Solo quedaba Gorbachov, que, en opinión de sus compañeros, tenía la
ventaja de ser joven e insignificante; la vieja guardia creía que se dejaría
manipular. Hablaba poco y solo tenía experiencia reconocida en agricultura, que
consideraba un tanto arcaica. Y lo que era aún mejor, Gorbachov era un fiel
servidor del régimen que, a lo largo de los años, había abrazado todos los
cambios de rumbo. Pero, en realidad, Gorbachov era sinceramente soviético y
sinceramente socialista; sin duda, el único que creía en ello, mientras que
todos sus compañeros eran, ante todo, cínicos apasionados del poder a toda
costa. Lo que los miembros del Politburó ignoraban cuando designaron a
Gorbachov es que era sincero y, además –una singularidad en este régimen– odiaba
la violencia y aborrecía la sangre. Gorbachov, lo demostró: era tan
sinceramente pacifista como sinceramente socialista. Lo que Gorbachov no
entendía y nunca entendió es que la violencia era, desde 1917, la base del
socialismo soviético. Esta ceguera explica su obra. Si hubiera sido
clarividente, tal vez la URSS aún existiría.
Una vez en el poder, Gorbachov descubrió que el sistema
soviético estaba agonizando. Sabía que la agricultura estaba cincuenta años por
detrás de Occidente, pero desconocía que todo el edificio estaba en ruinas.
Esto se reveló, de manera espectacular, con la explosión de la central nuclear
de Chernóbil en 1986. Gorbachov estaba horrorizado: la técnica era arcaica; la
seguridad, ignorada; la cadena de mando, inexistente. Llegó a la conclusión,
inesperada en la URSS tanto como en Occidente, de que había que reformar el
socialismo para salvar al socialismo, de que había que pasar del socialismo
burocrático al socialismo con rostro humano. El socialismo con rostro humano
era la religión de Gorbachov. Prefería ignorar que no existía en ninguna parte,
enemistándose tanto con los liberales antisocialistas como con los socialistas
arcaicos. Gorbachov no tenía ninguna base popular, ni nacional, ni
internacional, para realizar su utopía. Creía que podía lograrlo de todos
modos, dando la palabra a la gente. En 1986 fue abolida cualquier censura; la
palabra era libre. En la plaza Pushkin de Moscú, en una exaltación inolvidable
que me recordó los días de mayo de 1968 en París, los oradores se sucedían día
y noche, haciendo a menudo comentarios incoherentes, retransmitidos por todas
las radios de la URSS. La prensa escrita y las emisoras de radio independientes
tomaron el relevo y esta alegre cacofonía, la 'glasnost', la transparencia, fue
un momento único y alegre en una URSS repentinamente liberada. Al menos de
palabra.
La 'glasnost', en la volátil teoría de Gorbachov que ya
no controlaba nada, debía conducir a la perestroika, la reconstrucción del
país: la democracia y la modernización de la economía. Pero, cuidado. Como les
recordaba a menudo a sus adversarios –como el físico disidente Andréi Sajárov,
que se convirtió en diputado–, no se trataba de volver al capitalismo o de
desmantelar la URSS, ni el Pacto de Varsovia, esa OTAN del Este. Gorbachov
nunca entendió que la ruina de la economía soviética era consecuencia directa
de la propiedad pública y de la prohibición de toda iniciativa privada; habría
que esperar a Yeltsin, que lo privatizó todo.
Lo que tampoco entendía Gorbachov es que ningún ciudadano
soviético era soviético por voluntad propia: todos estaban colonizados desde el
interior, bajo el control del Ejército y los servicios secretos de la KGB.
Entre los más antisoviéticos se encontraba el propio pueblo ruso. La URSS era
un peso para Rusia, como escribió entonces Alexander Solzhenitsyn y entendió
Boris Yeltsin. Este, en 1991, derrocó a Gorbachov, jugando la carta rusa contra
la URSS.
Gorbachov, por tanto, no controlaba su propio destino, ni
el de la URSS, porque además de su error de análisis, se entrometió Ronald
Reagan. Los estadounidenses, mejor informados que los rusos sobre la situación
real de la economía soviética, relanzaron la carrera armamentista – farol o
proyecto estratégico real – porque Reagan sabía que los rusos no podían seguir.
Gorbachov ya no tenía ninguna baza que jugar en la escena internacional: cedió
a todo, en particular a la reunificación de las dos Alemanias. Esto, a partir
de 1989, se había convertido en algo inevitable desde el momento en que
Gorbachov negó cualquier ayuda al Gobierno comunista de Alemania Oriental, que
estaba tratando de preservar el muro de Berlín, el cual fue asaltado y luego
destruido; el Ejército Rojo no se movió. Los bálticos se dieron cuenta y se
sublevaron a su vez, sin violencia. De nuevo, Gorbachov, que creía en la
glasnost y aborrecía la violencia, dio orden de no disparar. También demostró,
a su pesar, que la URSS solo resistía por medio de la violencia; sin represión,
no hay URSS. Quedaba en manos de los propios rusos liberarse, lo que hicieron
confiando la presidencia de una nueva Rusia independiente a Boris Yeltsin, que
lo había entendido todo.
Se dice que Gorbachov, cuando recibió el Premio Nobel de
la Paz en 1990, lo vio como una maniobra antisoviética. Tenía razón, pero la
Unión Soviética ya no existía y él fue el último en percatarse. Nunca llegó a
darse cuenta, ya que en 1996 se postuló para la presidencia de la nueva Rusia y
obtuvo el 0,5% de los votos: la perestroika fue una apuesta perdida de
antemano, pero, casi lo lamentamos, Gorbachov y Yeltsin fueron libertadores,
desafortunadamente sustituidos desde entonces por un nuevo Stalin.