«Mis predicciones, sombrÃas, no demonizan ni acusan a los pueblos ruso y chino como tales, sino exclusivamente a sus lÃderes. Rusia y China solo tienen la desgracia de estar gobernadas por terribles déspotas. Stalin y Mao también fueron peligrosos, pero en un mundo menos globalizado que el actual; Occidente podÃa aislarse de ellos. Ahora ya no es posible».
El año 2023 es, por definición, impredecible. Como
escribió el filósofo británico Karl Popper: «Es asombroso que se dediquen
tantos libros al futuro que, por definición, no existe en el momento de
escribirlo». Sin duda, aventurarse en las previsiones es un género literario
atractivo, porque está al alcance de todos y no requiere ningún conocimiento o
investigación en particular. Si, por casualidad, el pronóstico resulta ser
exacto, el autor triunfante hará carrera y declarará con voz estentórea «ya lo
dije». La suerte hace al profeta. Si el autor se equivoca, el caso más
frecuente, conseguirá que le olviden más fácilmente, porque nadie recuerda una
profecía falsa. Dicho esto, es imposible que la mente humana, a pesar de
Popper, a pesar de la inexistencia fáctica del futuro, no se sumerja en él. Por
lo tanto, me toca contradecir mi propia postura filosófica e imaginar 2023, no
en detalle, sino en sus líneas principales. En pocas palabras, 2023 se presenta
muy inquietante, cargado de las amenazas más graves que hemos vivido desde el
final de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, pesan sobre nuestro mundo dos
terribles amenazas, encarnadas por los dos dictadores más peligrosos del siglo,
Vladímir Putin y Xi Jinping.
Es evidente que Putin, humillado por la resistencia de
los ucranianos, buscará venganza a toda costa. Como, a sus ojos, las vidas
humanas no cuentan, podemos esperar que sacrifique a cientos de miles de rusos
en todos los frentes. Si estas agresiones masivas basadas en un modelo
estratégico que antaño prevaleció contra Napoleón y Hitler no son suficientes,
es evidente que utilizará armas nucleares tácticas, sean cuales sean las
consecuencias. Por lo tanto, es difícil pensar que la guerra de Ucrania vaya a
permanecer limitada a Ucrania; los ucranianos ya están bombardeando aeropuertos
situados en Rusia y buques de guerra rusos en el mar Negro. El campo
occidental, prisionero voluntario de su alianza con Ucrania, solo podrá subir
la apuesta. Únicamente un golpe militar en Moscú que sustituyera a Putin por
una junta de generales realistas salvaría a Europa de una guerra generalizada.
Recordemos también que esta guerra de Ucrania ya es mundial, puesto que el cese
de las exportaciones agrícolas de Ucrania está provocando hambrunas en África.
¿Deberían los países de la OTAN abandonar a Ucrania a su
triste destino? Es inconcebible (aunque hay quintacolumnistas en Occidente para
defender la causa de los rusos, con dinero de Moscú), porque eso supondría
admitir la superioridad del principio de la tiranía sobre la democracia y
alentar a los tiranos a ampliar sus ambiciones. De hecho, abandonar Ucrania equivaldría
a reconstruir la URSS e incitaría al tirano chino a entrar en guerra contra
India, Taiwán, Japón, Indonesia, Filipinas y Vietnam, países contra los que
China mantiene reivindicaciones territoriales.
En resumidas cuentas, a principios de año la única
previsión racional es reconocer que la guerra de Ucrania no tiene un desenlace
previsible; todo es incertidumbre. El coste humano, el coste económico, el
riesgo de ampliar el conflicto, no pueden sino aumentar. Perdónenme por jugar
así a las casandras, pero hay precedentes, como la I Guerra Mundial antes de la
intervención estadounidense. España la evitó, es cierto, pero España es hoy
ciudadana del mundo occidental y democrático. Ya no tiene la opción de la
neutralidad.
Locura peligrosa en Rusia y locura igualmente peligrosa
en China; Xi es tan megalómano e irracional como Putin. Ambos ilustran el
famoso aforismo de lord Acton: «El poder corrompe, el poder absoluto corrompe
absolutamente». Xi acumula fracasos: economía de capa caída, pandemia
devastadora, revueltas populares; no puede sino sentirse tentado por una
aventura militar externa. Al igual que Putin, está dispuesto a sacrificar
millones de vidas para apoderarse de Taiwán, para empezar. Es algo que el
Occidente democrático no puede aceptar, no solo porque Taiwán es una
democracia, sino también porque una victoria de Xi le daría a China el control
de las rutas marítimas del mar de China, arteria vital del comercio mundial.
Más allá de Taiwán, lo que Xi quiere mantener como rehén es todo el sistema de
comercio internacional. A esta amenaza militar hay que sumarle el riesgo
sanitario que supone China para el mundo. El Covid nos llegó desde China, no
por casualidad sino como las grandes epidemias de antaño, la peste y el cólera.
Recordemos que, tras fracasar en la contención del Covid en China, Xi Jinping
se ha aventurado a su liberación total, con la esperanza de que, tras unos
cuantos millones de muertos, el pueblo logre la inmunidad colectiva. Esto es
incierto y, además, los chinos volverán a viajar, con el riesgo de volver a
infectar a Occidente. También debemos temer una nueva mutación del virus en
China, frente a la cual no estaríamos protegidos.
Mis predicciones, sombrías, pero insisto, inciertas, no
demonizan ni acusan a los pueblos ruso y chino como tales, sino exclusivamente
a sus líderes. Rusia y China solo tienen la desgracia de estar gobernadas por
terribles déspotas. Stalin y Mao también fueron peligrosos, pero en un mundo
menos globalizado que el actual; Occidente podía aislarse de ellos. Ahora esto
ya no es posible, debido a las armas de largo alcance de que disponen los
nuevos tiranos y a nuestras interdependencias económicas.
¿Qué conclusión sacar? Para nosotros, que tenemos el
privilegio de vivir libres, sería apropiado que en 2023 acalláramos nuestras
disputas internas o las relativizáramos, ya que la amenaza externa es
significativa. Convendría acudir en ayuda de los movimientos democráticos en
Rusia y en China. Sí, existen, pero no les hacemos caso. Solo estaremos en paz
después de la democratización de estos dos países. Es utópico y es posible; la
tiranía no es una fatalidad cultural.