«No nos alegremos de los problemas que experimenta China. No imaginemos que sus dirigentes se volverán de pronto tan racionales y restablezcan la libertad de empresa y de debate. Temamos que el fracaso económico incite al Gobierno de PekÃn a emprender una escalada bélica para que la gente olvide sus dificultades inconfesables».
El milagro económico chino ha terminado. En realidad,
nunca existió. En 1976, a partir del reinado de Deng Xiaoping, fue cuando China
emprendió la senda del desarrollo. Una senda que le exigía abandonar el
colectivismo agrario y las empresas estatales y adherirse a los principios
universales del crecimiento. Al hacerlo, China copió el camino emprendido antes
que ella por Japón, Corea del Sur y Taiwán, y más tarde, por Chile y Vietnam.
Recordemos esos principios: en los países rurales con una agricultura tradicional,
el desarrollo requiere que los agricultores abandonen sus tierras y se
trasladen a las ciudades o a los centros industriales, dejando atrás una
actividad poco productiva y reciclándose para ejercer nuevas profesiones más
modernas. Independientemente de su cultura o nacionalidad, cualquier agricultor
que deje el campo para incorporarse a una fábrica se vuelve más productivo y
contribuye al desarrollo de la sociedad en su conjunto. Esto es, sencillamente,
lo que ha ocurrido en China, y lo que explica el crecimiento anual del orden
del 10 por ciento durante 40 años. La pobreza se ha reducido en proporciones
extraordinarias, pero también intranscendentes, porque se han experimentado en
otros lugares.
Este proceso de traslado de la población del campo a la
fábrica ya casi ha concluido, por lo que podemos afirmar que el milagro chino,
que no era tal, ha terminado. La previsión de crecimiento para el próximo año
es de aproximadamente un 4 por ciento, lo cual, para un país que sigue siendo
pobre, será insuficiente para permitir que las ciudades absorban a los
campesinos y puedan ofrecer empleo a los jóvenes con estudios, la mayoría de
los cuales están en paro. El Gobierno intenta impedir este estrangulamiento del
crecimiento chino financiando, por debajo del coste, la construcción de
millones de viviendas que permanecen vacías, porque no hay una clase media
suficientemente numerosa para acceder a ellas. Esta clase media, a falta de un
sistema de pensiones y de una cobertura sanitaria suficiente, prefiere ahorrar
parte de su salario absteniéndose de consumir y de alojarse en una vivienda
digna.
Si comparamos el estado actual de desarrollo de China con
el de otros países que han emprendido la misma vía, el siguiente paso parece
evidente: abandonar gradualmente la producción de bienes baratos para el
mercado mundial. Estos productos de escaso valor añadido compiten ahora con
otros similares fabricados en India, Filipinas, Vietnam o Indonesia. ¿Es
consciente de ello el Gobierno chino? No lo sabemos, porque nadie fuera de
China, y ni siquiera en la propia China, sabe lo que piensan sus dirigentes. Si
respetaran la lógica económica, el consumo interno debería tomar el relevo de
las exportaciones; pero Xi Jinping es hostil al consumo individual, que
considera despilfarrador y hedonista. ¿Debería el Gobierno chino seguir
invirtiendo con pérdidas en propiedades o en industrias de bajo valor añadido?
No tendría ningún sentido. Y, sin embargo, es lo que está ocurriendo. La
economía de China, al igual que la de Japón, Corea del Sur y Taiwán, debería
aventurarse en la alta tecnología. Esto exige dominarla, pero dista mucho de
ser así. La investigación china se basa en gran medida en la piratería, que
tiene sus límites. ¿Y fomentar la innovación local? La innovación requiere una
gran libertad para el intercambio intelectual y el debate científico. En este
punto, el modelo chino parece estar en una pésima situación, porque no existe
ningún ejemplo de que los avances científicos y sus aplicaciones puedan
triunfar en un régimen totalitario. Esta contradicción condenó a la Unión
Soviética a la quiebra a partir de la década de 1970. El Gobierno de Xi Jinping
se enfrenta ahora a la misma contradicción; cada vez es más hostil a cualquier
cosa que se parezca a la libertad de pensamiento. Así que resulta difícil ver
cómo puede repetirse el modelo original, con sus innegables éxitos. No es
ideología señalar que el socialismo, chino o no, a partir de cierto umbral
alcanzado en China, es incompatible con el progreso.
¿Hasta qué punto afectará este parón chino al resto del
mundo? La respuesta es que no mucho. Si las empresas chinas se muestran
incapaces de exportar los bienes de consumo que llevamos disfrutando desde hace
40 años, otros tomarán el relevo. A algunos les preocupa el endeudamiento de
China; ya estamos viendo cómo estallan las burbujas inmobiliarias. Pero como el
sistema financiero chino está desconectado del mundo occidental, la deuda china
es una deuda de los chinos consigo mismos. Las únicas víctimas de una quiebra
serían los chinos de dentro que llevan años ahorrando.
No nos alegremos de los problemas que experimenta China.
No imaginemos que sus dirigentes se volverán de pronto tan racionales como para
restablecer la libertad de empresa y la libertad de debate. No supongamos que
el Gobierno chino se volverá de repente menos agresivo con sus ciudadanos y con
el resto del mundo. Al contrario, temamos que el fracaso económico incite al
Gobierno de Pekín a emprender una escalada bélica para que la gente olvide sus
dificultades inconfesables. Henos aquí, entrando en un mundo nuevo,
desestabilizado por la agitación interna de dos grandes países, Rusia y China.
Como ninguno de los dos va a volverse liberal de repente, preparémonos para
protegernos frente a los riesgos de agresión, de los que la invasión de Ucrania
quizá sea solo un presagio. Podemos afrontar esta nueva situación sin miedo,
porque Occidente tiene una considerable superioridad tecnológica sobre Rusia y
China. A la larga, esta superioridad tecnológica de la democracia determinará
el destino de las naciones.
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