«Reconocer el dolor del otro me parece justo y necesario; este reconocimiento me cuesta muy poco, o nada, si alivia el sufrimiento de los demás».
El camino que tomo para bajar desde mi casa, en lo alto
de Manhattan, hasta la Universidad de Nueva York me resulta tan familiar que
apenas me fijo en los cambios en el paisaje. En principio, cada cosa está en su
lugar: el parque a un lado, los museos, las tiendas y los edificios señoriales,
al otro. Tardé varias semanas en darme cuenta de que, de repente, faltaba un
elemento esencial: la estatua ecuestre del presidente Theodore Roosevelt,
frente al Museo de Historia Natural que fundó. Efectivamente, la prensa había
dado cuenta de una controversia sobre este monumento, pero las consecuencias se
me habían escapado.
Esta estatua de bronce representaba a un Roosevelt
dominador, al que rendían homenaje dos personajes colgados de su caballo, un
indio emplumado y un afroamericano desnudo hasta la cintura. El conjunto podría
percibirse, con razón, como una representación del imperialismo blanco, tal
como Roosevelt lo había encarnado e implementado, en particular a través de la
conquista de Cuba. Todo esto era evidente, y en mi opinión de mal gusto, pero
representativo de las ideas dominantes a principios del siglo XX. Los miles de
visitantes del museo, sabiendo más o menos que Roosevelt había sido su
promotor, no le daban ninguna importancia a este monumento, pues era tan
familiar que no lo veían, del mismo modo que tampoco observaron de inmediato
–igual que me pasó a mí– su desaparición. Pero, desde luego, si hubiera sido
negro o indio me habría ofendido esta representación caricaturesca de mis antepasadosy
esta glorificación de la superioridad del varón blanco.
Tal vez habría sufrido al ver este monumento, recuerdo de
la esclavitud y el exterminio, y sufrido todavía más por la indiferencia de los
blancos, que aceptaban esta estatua como algo normal. Fue entonces cuando las
asociaciones de activistas de Nueva York, formadas por estas 'minorías'
ofendidas, reforzadas por estadounidenses tan blancos como yo y que abrazaban
su causa –sobre todo profesores y estudiantes de la cercana Universidad de
Columbia– emprendieron manifestaciones públicas para que la estatua fuera
destruida, o 'anulada', como se dice ahora.
Cuando los estudiantes de mi universidad me pidieron que
expresara mi opinión sobre este asunto, adopté una posición intermedia que
sigue siendo la mía: la verdad en el justo medio. Había que reconocer que el
monumento resultaba anacrónico y podía ser considerado ofensivo por los negros
y los indios. También había que reconocer esta verdad, añadiendo una placa
explicativa que recordara las circunstancias de la creación del museo. Era
necesario reconocer el sufrimiento que podía infligir y admitir públicamente
sus orígenes imperialistas. Era y sigo siendo, por lo tanto, 'woke' (dialecto
afroamericano), es decir, abierto a reconocer los hechos y a reconocer al otro.
Y era y sigo siendo, al mismo tiempo, 'antiwoke', porque soy contrario a la
destrucción del monumento, contrario a borrar el pasado.
Reconocer el dolor del otro me parece justo y necesario;
este reconocimiento me cuesta muy poco, o nada, si alivia el sufrimiento de los
demás. Es un precio modesto por un retorno significativo. Pero la amnesia
histórica y cultural obligatoria, el 'wokismo' integral, es algo completamente
distinto, rayano en la venganza. La ignorancia del pasado no es útil ni para el
conocimiento ni para la reconciliación, pero el 'wokismo' no es pacifista: es
una guerra cultural, como lo es el #MeToo. Sin miramientos, lo que se puede y
debe entender. Las revoluciones se reconocen como tales porque sacrifican
víctimas inocentes.
Por honestidad, confieso que a veces soy 'woke'. Solicité
por escrito al alcalde de Nueva York que retirara una estela en homenaje al
mariscal Pétain, ubicada en una pequeña calle poco frecuentada del barrio del
Soho. La descubrí por casualidad. El alcalde me contestó que esa estela no
honraba a Pétain, jefe de Estado pronazi de Vichy, sino al vencedor de Verdun
en 1917, que fue acogido triunfalmente en Nueva York en 1931. Por lo tanto, el
'wokismo' es de geometría variable. Pero resulta que mi familia fue, en parte,
exterminada por el régimen de Vichy y yo siento esa estela como una herida. Que
al menos una placa explicativa acompañe a la placa de identificación, algo que,
de momento, no he conseguido.
El 'wokismo' es una revolución necesaria. ¡Despertemos!
El 'antiwokismo' es una reacción que vale poco más que lo que denuncia. Los dos
avanzan enmascarados. ¿Dónde se sitúa el intelectual? El intelectual, me
parece, no debe denunciar, sino situarse entre los dos, conociendo los hechos y
reconociendo al otro. Si no se basa ni en el conocimiento ni en la moralidad,
el intelectual deja de serlo. Hace una pausa y, por lo tanto, se convierte en
un impostor.
Sobre este tema me expresé en Estados Unidos casi sin
efecto, porque en Estados Unidos la palabra de un intelectual no cuenta.
¿Existen siquiera intelectuales en Estados Unidos? No en el sentido europeo del
filósofo generalista que opina sobre todo. En Estados Unidos, cada uno está en
su campo; somos expertos en una disciplina: periodista, columnista, activista,
economista, historiador, político. Que uno pueda expresarse acerca de todo,
porque es un reconocido experto en una determinada disciplina, es impensable en
Estados Unidos. O ridículo. Aunque soy ciudadano estadounidense (y francés), en
Estados Unidos me perciben como un intelectual francés, un 'public
intellectual', es decir, una especie exótica. Mi posición media, a la vez
'woke' y 'antiwoke', cuando no pasa inadvertida, se analiza como «muy
francesa», 'so French'.