«¿Qué contribuye más al bienestar de los indios? ¿Los retretes o las naves espaciales? ¿Coincide el progreso humano con el desarrollo? ¿Y no estamos olvidando el progreso humano al medir el desarrollo? En el mundo real, un cohete más significa muchos retretes menos, al menos en India. El poder puede ser lo contrario de la prosperidad».
Medir la prosperidad de una nación, la idoneidad de su
política económica y su impacto en la felicidad de la población no es un
ejercicio sencillo. Por lo general, los economistas se libran optando por el
camino fácil: medir la producción nacional, luego dividirla por el número de
habitantes, y ya está. O casi. A continuación hay que ajustar el resultado, el
producto per cápita, comparando el poder adquisitivo de las monedas: un dólar
para un mexicano o un chino no es lo mismo que un dólar para un europeo. Por
tanto, no hay que comparar las cifras absolutas tal como aparecen en los
comunicados políticos o en la prensa, sino el poder adquisitivo. Tras esta
primera corrección, los economistas añaden una segunda a la que se denomina
coeficiente de Gini. Comparando los ingresos del 10% más rico con los del 10%
más pobre, este coeficiente proporciona un cálculo aproximado de la
distribución de la riqueza en un país, es decir, el grado de justicia social.
La diferencia en Brasil e India es casi gigantesca, y más reducida en
Escandinavia. Amartya Sen, un economista indio de Bengala, trató de sintetizar
todos estos parámetros en un índice de bienestar humano que incorpora también
el acceso a la escolarización y a la sanidad. El suyo es un trabajo encomiable
que la ONU ha adoptado como criterio de clasificación, aunque, evidentemente,
es aproximativo; de él se deduce que es mejor nacer en un país rico que en uno
pobre. En resumidas cuentas, ningún criterio resulta convincente del todo.
Mi propósito no es someter al lector no iniciado a un
curso abreviado de economía del desarrollo, sino arrojar luz sobre la
actualidad –el G-20 en particular– e intentar comprenderla mejor. Esta
reflexión está vinculada con dos acontecimientos aparentemente incompatibles,
ambos ocurridos en India.
En primer lugar, en un periodo de dos semanas, el
Gobierno indio logró instalar, el 23 de agosto, un laboratorio de observación
en el polo sur de la Luna y después enviar una sonda solar al espacio, el 2 de
septiembre. No estoy seguro de la utilidad de estos dos objetos espaciales,
pero este doble éxito refleja la irrupción de India como gran potencia dotada
de unas comunidades científica y técnica impresionantes. Casualmente, tres días
antes del alunizaje indio, Rusia lanzó un objeto idéntico con el mismo destino.
Por desgracia para los rusos, su cohete se estrelló contra la Luna en lugar de
posarse sobre ella. Una vez más, asistimos a un desplazamiento tanto simbólico
como real del eje del mundo y a una redistribución del poder. En todas partes
se ha escrito sobre esto y ha sido proclamado alto y claro por el Gobierno
indio, cuyo nacionalismo es bien conocido.
Pero el otro acontecimiento, sucedido también en India,
fue la muerte, el 15 de agosto, de Bindeshwar Pathak, a los 80 años, un suceso
que ha pasado desapercibido y que debería hacernos reflexionar. ¿Quién era
Pathak? Si fueran ustedes indios, sabrían que fue un discípulo de Mahatma
Gandhi. Gandhi creía que el progreso de las naciones, y de India en particular,
debía medirse en función del destino de la mujer india más pobre. Suele
decirse, tanto en India como en Occidente, que Gandhi y Pathak eran enemigos
del progreso técnico. No era así. Ante cualquier innovación, Gandhi y el
gandhismo exigían que nos preguntáramos en qué beneficiaba a la más pobre de
las mujeres indias. Pathak respondió a esta pregunta diseñando, en 1969, un
retrete de arcilla muy sencillo que no requería conexión a una red de agua ni a
un desagüe colectivo. Pathak recorrió los pueblos y barrios marginales de la
India para convencer a la gente de que pusiera varios millones de ellos,
generalmente financiados por la filantropía. Pathak respondía así a una de las
desigualdades más inaceptables de su país: el acceso a los retretes. Gandhi, en
su época, había planteado este problema; Pathak casi lo resolvió.
Recuerdo que hace unos doce años, cuando me recibió el
entonces primer ministro, Manmohan Singh, me anunció de entrada que su
preocupación más urgente era acabar con la defecación al aire libre, que
constituía una humillación para las mujeres y era causa de epidemias. No eran
exactamente las palabras que yo esperaba de un jefe de Gobierno. Pero Manmohan
Singh era sincero, y convirtió en una cuestión de honor inaugurar personalmente
el mayor número posible de aseos públicos. Su actual sucesor, Narendra Modi, no
ha roto con esa costumbre y, a pesar de pertenecer a un partido hostil a Gandhi
(que era demasiado tolerante con los musulmanes y no lo bastante moderno para
Modi), él también inaugura aseos.
Volviendo al punto de partida de nuestro debate, ¿qué
contribuye más al bienestar de los indios? ¿Los retretes o las naves
espaciales? En otras palabras, ¿coincide el progreso humano con el desarrollo?
¿Y no estamos olvidando el progreso humano a la hora de medir el desarrollo? En
un mundo económico perfecto, no habría oposición entre ambos. Pero en el mundo
real, un cohete más significa muchos retretes menos, al menos en India. En
Europa, un cohete más significa un hospital o una escuela menos. El poder puede
ser lo contrario de la prosperidad. La China de Xi Jinping y la Rusia de Putin
son dos ejemplos espectaculares: han elegido el poder, no el progreso humano, a
riesgo de perder ambos. En cuanto a la India de Modi, que acoge el G-20, esa
inútil cumbre de vanidades, duda entre los retretes y los cohetes.
Naturalmente, estos temas no se debaten en la cumbre de jefes de Estado; son
cuestiones demasiado importantes.