Tanto en la izquierda como en la derecha se acepta –con algunos matices– que la economÃa o es liberal o no existe; el liberalismo es la naturaleza misma de cualquier economÃa, en cualquier lugar. Además, ya no se habla de él fuera de los cÃrculos universitarios; el debate subsidiario es menos polÃtico que cientÃfico.
En los últimos cuarenta años, el mundo ha cambiado con la
aparición de internet, la 'web' y las redes sociales. Los términos del debate
político también se han invertido, por una especie de desplazamiento de
intereses, sin revolución y sin que nos demos cuenta. Cabe recordar que, en la
década de 1980, la gran disputa que enfrentaba a los partidos era, sobre todo,
de carácter económico: los liberales contra los estatistas. Los primeros
ensalzaban las virtudes morales, sociales y de eficacia del libre mercado, la
liberalización, la moneda estable, el libre comercio entre naciones y la
moderación fiscal. En el otro lado, los estatistas se aferraban al cierre de
fronteras, la nacionalización de empresas, la confiscación de ganancias y la
legitimidad de los sindicatos para representar a los trabajadores. Hoy, sin
embargo, no queda nada o casi nada del discurso y los proyectos estatistas.
Tanto en la izquierda como en la derecha se acepta –con
algunos matices– que la economía o es liberal o no existe; el liberalismo es la
naturaleza misma de cualquier economía, en cualquier lugar. Además, ya no se
habla de él fuera de los círculos universitarios; el debate subsidiario es
menos político que científico. Los economistas, los de verdad, no los
comentaristas, se preguntan por los fallos del mercado (como la crisis
financiera de 2008), por los abusos de los monopolios y los superricos y, sobre
todo, por una delimitación más justa y efectiva entre lo que viene del mercado
y lo que viene del Estado. Porque en ningún momento de la larga historia del
liberalismo, que se remonta a la obra fundacional de Adam Smith, 'La riqueza de
las naciones', de 1769, ningún liberal ha dudado jamás de la necesidad de un
Estado eficaz. Se acepta así que los países más pobres, especialmente en
África, siguen siendo pobres porque no tienen un Estado que sea a la vez
legítimo y racional.
¿Cómo hemos pasado, sin hacer ruido, de la disputa
inicial sobre el Estado contra el mercado al actual consenso sobre la
eficiencia única del mercado y la reducción del Estado al papel de regulador,
un Estado mínimo? La desaparición de la URSS en 1991 constituyó, evidentemente,
una ruptura, puesto que el socialismo económico ya no tenía un modelo de
referencia. Ya sabíamos, sin tener que esperar a Gorbachov y a la Perestroika,
que la economía soviética era desastrosa y el pueblo ruso extremadamente pobre.
Pero la propaganda ocultó esta realidad hasta el día en que los propios rusos
quisieron acabar con el socialismo y convertirse en consumidores. Al cabo de
pocos meses, todas las naciones liberadas de la tutela de Moscú se unieron al
liberalismo, lo más rápidamente posible; la transición fue a veces caótica,
pero cualquier cosa era mejor que el socialismo.
Por un breve momento, el Papa Juan Pablo II propuso una
'tercera vía' que, en su opinión, sería a la vez moral y eficaz. No le
escucharon; la 'tercera vía' era imposible de encontrar, nunca existió. Esta
aquiescencia con el liberalismo económico en todo Occidente, pero también en
China, India y Brasil, se ha atribuido a menudo a Ronald Reagan y a Margaret
Thatcher. Y es cierto, pero fueron sobre todo los portavoces de los trabajos
científicos quienes demostraron la superioridad del liberalismo, siendo los de
Milton Friedman los más notorios. Reagan y Thatcher, pero también Tony Blair en
Gran Bretaña o Helmut Kohl en Alemania y José María Aznar en España, fueron los
divulgadores y realizadores indispensables.
Igual de decisiva, si no más, fue la creación del Mercado
Común en Europa, que posteriormente se convirtió en la Unión Europea. Esta es
liberal por naturaleza, desde su origen, como reacción contra el fascismo y el
comunismo. Ingresar en la Unión implicaba aceptar automáticamente sus
fundamentos, el libre comercio, la competencia, la estabilidad monetaria y la
moderación presupuestaria. La Unión Europea se ha convertido así en el
ordenador del liberalismo económico, sin decirlo, una discreción que conviene a
los gobiernos nacionales, que se benefician de la eficacia del liberalismo
europeo a la vez que acusan a Europa, el chivo expiatorio silencioso, de las
inevitables imperfecciones de su liberalismo aplicado.
Pero, incluso en tiempos de crisis, como la de 2008, la
recesión por el Covid-19, la inflación provocada por la guerra de Ucrania y las
interrupciones en el suministro de China, nadie en Europa cuestiona este
liberalismo económico. Se da por sentado, sin una alternativa conocida, o bien
se nos ofrecen alternativas utópicas, como detener todo crecimiento, o incluso
disminuir el crecimiento para 'salvar el planeta'. Pero esta forma actualizada
de milenarismo solo seduce a los hijos de los ricos en busca de una causa.
Aunque ya no hay un debate serio sobre el liberalismo
económico, tiene lugar otro, inagotable, sobre el Estado. No tanto sobre su
papel, poco discutido; la defensa, el orden, la justicia, la sanidad pública,
la educación básica y el respeto a la democracia son estatistas por definición.
En cambio, los Estados cumplen mal sus misiones, y a un precio excesivo.
¿Cómo hacer que el Estado (y sus servidores) sean
eficientes, justos, legítimos y honestos? Nadie, en ningún lugar, ha respondido
de forma concluyente a este gran desafío contemporáneo. No hay un modelo de
Estado que resulte convincente. La victoria silenciosa del liberalismo
económico coexiste con un fracaso, poco comentado, de los Estados. Debería ser
objeto del debate político moderno proponer finalmente soluciones al arcaísmo
burocrático.
Hasta ahora solo he mencionado el liberalismo económico,
pero ¿qué pasa con el liberalismo político, la democracia liberal? Las
manifestaciones en Irán y China ilustran que encarna la esperanza de todas las
personas en todas las civilizaciones.