«¿Cómo salvar a la web de sà misma y protegernos de los aspectos más destructivos de las redes sociales? Estas, como sabemos, aniquilan lo que se denomina convencionalmente cultura clásica».
En 1985 me invitaron a proseguir mis estudios de economía
en la Universidad de Stanford en California y descubrí máquinas desconocidas en
Francia, los procesadores de textos y un nuevo modo de comunicación, de
ordenador a ordenador: internet. Mis compañeros estadounidenses veían en mí al
perfecto francés arcaico: solo me faltaban la boina y la baguette bajo el brazo
para coincidir con los estereotipos sobre la vieja Europa. Cito esta anécdota
solo por una razón: la aventura de internet estaba empezando. La web la creó un
británico en 1990 y no se hizo universal hasta 1994. Facebook, que cambió el
mundo en la era de las redes sociales, no apareció hasta 2004. Una nueva era,
pero muy reciente. Como toda revolución técnica, desde la invención de la
máquina de tejer y la energía del vapor, internet ha destruido sectores
económicos enteros, han desaparecido millones de empleos y se han creado aún
más. El balance aritmético, en principio, es equilibrado, incluso positivo.
Pero eso que llamamos progreso no es solo técnico, sino
también social, cultural y moral. A medida que las nuevas profesiones expulsan
a las antiguas, los nuevos valores sustituyen a las tradiciones. ¿El progreso
de las máquinas es necesariamente un progreso de la civilización? El
escepticismo, desde los albores de la revolución industrial, siempre ha
acompañado la escalada de las técnicas, desde el principio. En 1782, los
tejedores ingleses, por iniciativa de un tal Ned Ludd, destruyeron los nuevos
telares. Los tejedores de seda de Lyon hicieron lo propio en 1831. ¿Internet y,
sobre todo, las redes sociales, sufrirán en un futuro próximo un asalto
comparable por parte de los neoluditas? O de los defensores de lenguas y
culturas nacionales que las redes sociales americanizan: el imperialismo inglés
y las costumbres estadounidenses, como el selfi.
Me objetarán que el éxito mismo de internet, de Google,
de Facebook, de Twitter o de Tiktok margina toda resistencia. De hecho, hay
algunos intelectuales de pacotilla que se jactan de no tener ordenador y de no
usar nunca internet; el filósofo Alain Finkelkraut incluso ha escrito un libro
al respecto. Esta reacción sigue siendo marginal, casi cómica. Conocemos, en
este registro, profesores que se niegan a ver la televisión. Por mi parte,
considero que aislarse del mundo lleva a no comprender nuestro mundo: el
espíritu crítico exige, antes de criticar, mirar lo que miran los demás.
Otra ofensiva más seria proviene de los gobiernos. Los
dictadores solo saben prohibir y censuran la web; el Partido Comunista chino se
lleva la palma. Más legítimos, los gobiernos europeos intentan controlar los
abusos económicos y fiscales de los monopolios, como Facebook, y obligarlos a
moderar las incitaciones al odio. Aquí nos acercamos al verdadero problema:
¿cómo salvar a la web de sí misma y protegernos de los aspectos más
destructivos de las redes sociales? Estas, como sabemos, aniquilan lo que se
denomina convencionalmente cultura clásica. Ya no leemos, navegamos por la Red.
Ya no aprendemos, confiamos en Wikipedia, una enciclopedia muy poco objetiva.
Ya no leemos periódicos, reemplazados por rumores transmitidos por las redes
sociales. Ya no nos informamos, preferimos las tesis conspirativas no probadas,
que hacen creer a los adictos a la web que conocen los secretos del mundo que
los periodistas les esconden. Al dinamitar los saberes e informaciones
contrastadas, para las masas más frágiles lo falso se ha convertido en el
equivalente de lo verdadero, lo real vale tanto como lo virtual. Todo el mundo
tiene derecho a hablar, todos tienen vocación de 'influencer', el narcisismo ha
reemplazado a la vida en sociedad.
He aquí por qué el declive de Facebook, el primero
registrado desde su fundación (cuatro millones de pérdidas anunciadas) me
parece una buena noticia. Bueno, se me objetará que Facebook todavía tiene mil
millones de usuarios (no verificables), como Twitter, que parece haber falseado
su audiencia para venderse lo más caro posible a Elon Musk. Me objetarán
también que los desertores de Facebook se dirigen a Tiktok, lo que no es una
señal alentadora. Pero puede que algunos, los más ilustrados, dejen Facebook
para volver a conectar con la realidad, con la verdad, con la sociedad. Resulta
que las ventas de libros están aumentando de nuevo. Quizá el confinamiento
obligado por el Covid haya contribuido al redescubrimiento de la lectura; sería
el único efecto beneficioso del virus. Pero el gusto por la lectura vuelve,
indiscutiblemente, al margen de la pandemia. Del mismo modo, los buenos
periódicos, entre los que podemos citar a 'Le Monde' y 'The New York Times',
recuperan lectores. Imaginemos que algunos, una masa crítica, vuelven a
encontrar el camino de la razón, sin volverse luditas: una búsqueda del
equilibrio.
Concluiré mi diatriba con una historia sobre ratones. Dos
biólogos ingleses anuncian en la revista 'Nature' el descubrimiento en el
cerebro del ratón de una glándula que arbitra entre las sensaciones positivas y
negativas. Al estar el cerebro humano próximo al del ratón, esta glándula nos
permitiría arbitrar entre el bien y el mal, en todos los ámbitos. Por lo tanto,
los medicamentos podrían actuar sobre esta glándula y tratar la depresión.
Esperemos que, como resultado de este asombroso hallazgo científico, se
descubra otra glándula que permita distinguir lo verdadero de lo falso: el fin
del reinado de las redes sociales y otros manipuladores de la realidad.