«Ignoro si el próximo presidente será el Lula católico de izquierdas o el mini-Trump, Bolsonaro, pero me parece que el resultado no cambiará la faz del mundo; no tendrá ninguna influencia sobre el clima y no demasiada sobre la sociedad brasileña».
Sobre Brasil y ante las inminentes elecciones
presidenciales, soy parcial: tengo, de hecho, una deuda personal con el
candidato de la izquierda, Lula da Silva. En 1985, en nuestro primer encuentro,
Lula me descubrió la incomparable excelencia del café brasileño. Él era
entonces un joven prometedor, al frente del sindicato de la metalurgia de Sao
Paulo: ojos y barba negros, orador incansable y, en mi opinión, sobreexcitado.
Debido al café, desde luego. Durante esta primera conversación, más exactamente
un monólogo por su parte, tomó dos o tres termos de café solo, sin azúcar, en
vasitos de papel. Cedí a su invitación: sin seguir su ritmo, descubrí esta
extraordinaria bebida, de un poder y aroma hasta entonces desconocidos. En
cambio, no compartía la pasión del joven Lula por el tabaco; intercalaba cada
taza de café con un cigarrillo. Me interesaba más su visión del mundo, calcada
íntegramente de la Teología de la Liberación, la ideología de la Iglesia
Católica de la época, difundida en Brasil por el 'obispo rojo' de Recife, Dom
Hélder Câmara. Desde entonces, he vuelto muchas veces a Brasil, embriagado por
su café.
La izquierda brasileña, por lo tanto, es católica, y la
derecha, protestante evangélica. En Europa se suele ignorar esta dimensión
religiosa de la política brasileña; Jair Bolsonaro nunca habría llegado al
poder sin el apoyo de los pastores evangélicos. Apoyan a Donald Trump en
Estados Unidos y a Bolsonaro en Brasil, una misma lucha por perpetuar la
supremacía del varón blanco patriarcal. Y las élites europeas apoyan a Lula de
la misma manera que rechazan a Trump. También le atribuyen a Lula las virtudes
de un rey taumaturgo, procedentes de nuestra imaginación más que de un
conocimiento del país real.
Un ejemplo surrealista de esto me lo proporcionó esta
semana un titular del periódico parisino de tendencia izquierdista
'Libération'. Votar a Lula, se podía leer, es salvar el clima; votar a
Bolsonaro es destruirlo. No creo que el votante brasileño medio esté
determinado por el clima; por lo tanto, el título de 'Libération' debe ser
traducido. En la mística verde de la izquierda francesa, los árboles han
reemplazado al proletariado y la selva amazónica (¿por qué no congoleña o
javanesa?) sería el 'pulmón' del planeta. Lula, por tanto, salvaría la selva,
el clima y el planeta; Bolsonaro nos precipitaría a un infierno climático. Si
dejamos de lado esta visión apocalíptica y nos ceñimos a los hechos, resulta
que, durante la época de Lula, presidente de 2003 a 2011, la deforestación en
la Amazonía avanzó 15.000 kilómetros cuadrados al año, frente a los 10.000 al
año en la época de Bolsonaro. Estas cifras indiscutibles son publicadas por el
Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales de Brasil, que mide la
deforestación por satélite. Por lo tanto, si aplico los criterios de la
religión verde, el enemigo del clima es Lula, suponiendo que el presidente de
Brasil tenga una influencia concreta en la deforestación.
Como Bolsonaro nunca me ha ofrecido café, perdono a Lula
y me pregunto sobre la segunda razón de su gran popularidad en Europa y, lo que
es más importante, entre los brasileños más pobres. Durante su mandato,
introdujo una forma de asistencia social, la llamada Bolsa Familiar, que se concede
a las madres con la condición de que escolaricen a sus hijos. Fue sin duda un
éxito, pero ¿el mérito es de Lula? En realidad, esta ayuda había sido diseñada
por su antecesor, un economista liberal de Sao Paulo, Fernando Enrique Cardoso.
Lula nunca reconoció esta paternidad; Cardoso, a fin de cuentas, era un
liberal, casi el diablo. En verdad, Lula tuvo más suerte que Cardoso, porque su
presidencia coincidió con una subida espectacular de los precios de la soja y
otras materias primas exportadas por Brasil. Con las arcas del Estado llenas,
Lula favoreció a los pobres que le están agradecidos y, de paso, a los miembros
de su partido político, el Partido de los Trabajadores, que se convirtió en uno
de los más corruptos de la historia de Brasil, rico, sin embargo, en
malversación de fondos públicos.
Ignoro si el próximo presidente será el Lula católico de
izquierdas o el mini-Trump, Bolsonaro, pero me parece que el resultado no
cambiará la faz del mundo; no tendrá ninguna influencia sobre el clima y no
demasiada sobre la sociedad brasileña. Porque el destino de Brasil no depende
de esta elección; el precio de la soja será más decisivo.
Además, este país es un vasto imperio que el presidente,
desde su aislado palacio en Brasilia, gobierna muy poco. Los alcaldes, los
gobernadores y, más aún, la administración pública, muy cualificada, tienen a
Brasil en sus manos más que el Gobierno y el Parlamento. Gracias a estas
autoridades locales y a sus empresarios privados, este complejo imperio no
queda desbordado por su diversidad económica, social y étnica.
Aparte de su café, el milagro brasileño es que Brasil
existe y que los brasileños son muy patriotas, un sentimiento poco difundido en
Iberoamérica. Las elecciones brasileñas son una anécdota en la superficie de
este imperio.