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20/06/2010 | México, EE.UU. - Historia de dos Ciudades: El Paso y Juárez

Víctor Hugo Michel

Es la una de la mañana. La temperatura roza los 40 grados y el Puente Internacional Córdova de las Américas está convertido en un enorme estacionamiento. Aun de madrugada, miles de automóviles y camionetas hacen fila para pasar de Ciudad Juárez a El Paso por éste, uno de los cruces más activos de toda la frontera entre México y Estados Unidos.

 

La última imagen que uno se lleva de Juárez antes de llegar a la garita es la del penoso ejército de pordioseros, vendedores ambulantes y nerviosos soldados arma-dos con rifles de alto poder que recorren los carriles del cruce internacional, cada uno atento a su respectivo asunto; algunos en busca de compradores, otros a la caza de contrabandistas, narcotraficantes o pandilleros. “¡Las aguas, las aguas, las aguas!”, ofrece un vendedor que se acerca a mi auto. Le falta una pierna y no tiene dientes. “Ejecución sangrienta”, dice el titular de un periódico chihuahuense en la mano de un voceador que aparentemente no duerme. “¿Necesitas visa? La tramitamos”, promete un espectacular. “Lawyers, abogados”, dice otro. Los policías federales han detenido al auto de enfrente y lo revisan. Llevan los dedos en el gatillo de sus armas.

Cuando faltan 500 metros para cruzar a Estados Unidos desaparecen todos, militares, policías mexicanos y el ejército de desamparados. Cae un gran silencio, sólo roto por los ronroneos de los motores. Equipos de agentes estadounidenses y perros olfateadores de droga —pastores alemanes, la mayoría—, son ahora los que recorren el laberinto de parachoques. El trámite para cruzar al otro lado puede llegar a tomar hasta tres horas si se tiene mala suerte. Hoy, la tengo. “What is the purpose of your visit?”, pregunta una oficial del Buró de Inmigración y Aduanas estadounidense (ICE, por su siglas en inglés), la agencia gubernamental que controla la garita. Hojea el pasaporte. Le digo que vengo a hacer un trabajo periodístico y aun así me remite a una revisión secundaria. Agentes revisan el auto de arriba abajo. La cajuela, el motor y hasta el tanque de gasolina son objeto de escrutinio minucioso para comprobar si no hay contrabando oculto. En la bahía de al lado, otros oficiales desmantelan metódicamente una camioneta. Su panel yace en el piso y el conductor está detenido temporalmente en una oficina. La policía fronteriza estadounidense sospecha que lleva algo oculto.

No alcanzo a ver el desenlace de esa historia porque por fin, a las tres de la mañana, se me permite pasar la frontera y tomar la carretera I-10, que lleva hacia el norte, al corazón de El Paso. De inmediato, la escenografía cambia. Del yermo mexicano se pasa a prados bien regados y edificios corporativos que se suceden uno tras otro, suburbios de pequeñas casas con techo a dos aguas y una autopista de 10 carriles de concreto hidráulico perfectamente nivelado. Bienvenido al mañana: por tres años consecutivos, Money Magazine de CNN ha calificado a El Paso como una de las mejores ciudades para vivir en todo Estados Unidos. Una estrella gigante, trazada con luces en el dorso de una montaña, domina el horizonte, mensaje de que por fin se ha llegado a una de las ciudades del futuro americano.

***

Si alguna vez hubo un verdadero Viejo Oeste, El Paso fue su Meca. A finales del siglo XIX era una remota ciudad polvosa donde las disputas se resolvían a balazos. Se le conocía como la “Capital del Revólver” y sólo fue domada por la mano de hierro del sheriff Dallas Stoudenmire, mejor recordado por su filosofía de disparar primero y preguntar después, especialmente si se trataba de mexicanos. Con dos pistolas Colt y reflejos de serpiente de su lado, Stoudenmire —a quien la historia reconoce el logro de matar en alguna ocasión a cuatro personas en cinco segundos— pacificó lo que en ese entonces era un empobrecido condado en la punta de Estados Unidos que servía de refugio a cuatreros, esclavistas resentidos, bandidos mexicanos, apaches rebeldes y buscadores de oro.

Stoudenmire fue emboscado por la espalda en 1882, asesinado a sangre fría frente a un bar paseño. Pero para entonces ya tenía en su haber más de 200 ejecuciones de criminales a los que había juzgado con la inflexible justicia de su revólver. Pero la ciudad sufrió un cambio radical a principios del siglo XX. La llegada de miles de mexicanos que huyeron de la violencia de la Revolución la transformó de pueblo a urbe y duplicó su población en cuestión de 10 años. Para 1920, la ciudad tenía casi 80 mil habitantes.
La migración mexicana, en buena medida de la clase media, coincidió con otro golpe de buena fortuna. Gracias a la metalurgia y al descubrimiento de yacimientos petrolíferos a principio de los años veinte, la economía local despegó.

La ilegalidad tuvo también su papel en el florecimiento de la ciudad. En esa misma década, durante la Prohibición, contrabandistas mexicanos e irlandeses llevaron miles de litros de alcohol desde Ciudad Juárez a El Paso, punto de partida para después distribuirlos por el resto del país. En consecuencia, los tiroteos entre agentes de aduanas estadounidenses y traficantes se hicieron comunes. La violencia se instaló en la zona fronteriza. Estaba alimentada por el licor. Casi 80 años después, convertida más bien en una urbe desarrollada pero con reputación de aburrida, El Paso es una de las más seguras de todo Estados Unidos, a pesar de su vecindad con Juárez, una de las ciudades más violentas del mundo. Paradójicamente, tiene la tasa más baja de homicidios de todo el país, frente a una que tiene la más alta de México.

No sólo eso. Gracias a su posición estratégica en la frontera con México y a tiro de piedra del núcleo manufacturero de Juárez, corporaciones como Hoover, Boeing, Eureka y Delphi han decidido hacerla uno de sus principales centros de operaciones, lo mismo que el Pentágono. Los empleos bien remunerados han venido por los miles. Setenta corporativos del Fortune 500 ya le llaman casa.

“La ciudad de El Paso vive un boom sin precedentes. Nuestra construcción de nuevos hogares está despegando. La construcción comercial está en niveles récord [...] El Paso está emergiendo como un faro del futuro. El sol ilumina nuestra ciudad. Nuestro futuro es brillante”, dijo el alcalde John Cook en 2007, al debatir sobre la necesidad de transformar a El Paso de una urbe industrial con chimeneas, como principal fuente de empleos, en una de servicios de alta tecnología. Quería —y ha tenido éxito— llevarla de la sucia vida de las acererías a un estilo más chic de call centers, boutiques, malls y centros de estudio.

La fundidora local ASARCO, se encuentra en bancarrota, literalmente ahuyentada por el gobierno local, que quiere más industrias limpias y menos industrias del siglo XX. “No tienen lugar aquí”, dijo Cook.

En alguna medida, esta bonanza económica se debe a un fenómeno parecido al de la primera década del siglo XX: la migración de mexicanos de clase media expulsados por la violencia. “Siento como si la ciudad estuviera cambiando a cuestas de Juárez”, dice Alfredo Corchado, periodista del Dallas Morning News y paseño. En los últimos tres años, a la par del descenso de Juárez hacia el caos, El Paso ha experimentado una especie de rejuvenecimiento. Nuevos bares, restaurantes, centros nocturnos y tiendas han brotado por toda la ciudad, que también experimenta una explosión inmobiliaria.

Como muestra, un ejemplo sencillo pero significativo: el restaurante María Chuchena, por años un icono gastronómico de Juárez, mudó sus servicios al lado estadounidense en 2009, a la ajetreada North Mesa Street, una calle repleta de centros comerciales para la clase media alta de ese país y en la que ahora es común ver locales mexicanos, cocina exótica, discos, nueva vida.
Simbólicamente, el primer María Chuchena, ubicado en la ahora fantasmagórica avenida Lincoln de Juárez, permanece abandonado, decisión tomada por sus dueños —la familia Herrera— ante el deterioro de la situación de seguridad del lado mexicano. Otro ejemplo: Burritos Crisóstomo, una cadena restaurantera mexicana que solía tener negocios en Chihuahua, se reubicó en la ciudad texana el año pasado por las mismas razones que los Herrera.

“Ésta, una vez silenciosa ciudad en la frontera mexicana, se siente como un pueblo de lujo estos días, al huir los empresarios de la violencia en Ciudad Juárez y cruzar el río Bravo para abrir nuevos clubes y restaurantes en sus calles”, publicó en abril pasado The Wall Street Journal. No hay cifras oficiales sobre el éxodo juarense producto de la inseguridad. Carlos Spector, abogado especializado en refugio, dice que probablemente son 200 mil quienes han pasado al otro lado, aunque ese número implicaría que 20% de la población juarense decidió hacer maletas para cruzar el río.

***

En El Paso, el músculo militar de Washington es uno de los ejes que rige la vida de toda la región. Y lo hace por medio de Fort Bliss, una base que alberga a 10 mil soldados y que sirve de núcleo de operaciones para 65 mil agentes federales de la dea, el fbi, la cia, el Buró de Inmigración y Aduanas y la Patrulla Fronteriza. Creado en 1849 para vigilar la entonces recién trazada frontera con México —tras la pérdida definitiva de Texas—, Fort Bliss ha sido por más de 150 años uno de los centros militares más apreciados y estratégicos de Estados Unidos.

Primero sirvió de vigía. Y luego, de punta de lanza: en pleno siglo xx, fue el punto de partida de la famosa expedición punitiva de John Black Jack Pershing, el general estadounidense que durante un año buscó infructuosamente a Pancho Villa en las montañas de Chihuahua.

Al final de la Guerra Fría, Fort Bliss estuvo a punto de desaparecer. Una comisión militar propuso a principios de los noventa retirarle la mayor parte de sus tropas. Se le vio como un elefante blanco que, sin la Unión Soviética, no tenía razón de ser. Para suerte de El Paso, la propuesta finalmente fue ignorada por el Pentágono.

Por el contrario, ahora Fort Bliss se robustece y se transforma de manera acelerada. Es un símbolo del poder bélico de la superpotencia, cuya puerta de entrada se encuentra, adecuadamente, en una calle llamada “Alcance Global” porque desde aquí, con un bombardero de última generación, se podría atacar cualquier punto del planeta.
Ésta es la puerta de acceso al que bien a bien es el centro neurálgico de seguridad del sur de Estados Unidos y que, al mismo tiempo, es hogar para el Joint Task Force North (jtfn), una fuerza especial creada por el Pentágono en la década de los ochenta para combatir el narcotráfico en la frontera con México. “I’m sorry, you’ll need an escort, sir”, me dice el soldado apostado a la entrada. Está armado con un rifle automático y porta un uniforme de policía militar. No voy a contradecirlo. El acceso a la base es restringido y difícilmente se permite la entrada si no se cuenta con una cita previa que haya sido aprobada por un comité de seguridad. El fuerte alberga instalaciones muy valiosas de inteligencia y equipo de entrenamiento bélico como tanques Abrams de la más reciente generación y hasta unidades antiaéreas de misiles Patriot, mejor recordados por su uso en la primera Guerra del Golfo Pérsico para derribar los cohetes Scud de Saddam Hussein.

Tras esperar por algunos minutos en la calle, por fin un oficial de relaciones públicas me escolta al interior de la base militar, un masivo complejo bélico de 4 400 kilómetros cuadrados, algo así como todo el estado de Morelos.

“Una de las zonas de entrenamiento está por allá”, me dice el oficial. Señala al horizonte llano, abierto, una que incluye hasta montañas. Conduce su camioneta pick-up por un camino interno de la base transitado por Hummers, oficiales federales, alguaciles del sheriff, policías paseños, de todo.
El traslado desde la puerta hasta las instalaciones del jtfn toma más de 15 minutos. El paisaje desértico, de zacate, cactáceas y piedras desnudas deja en claro por qué el Pentágono apostó sus fichas a El Paso. Si va a estar combatiendo durante los próximos años en el Medio Oriente, ¿qué mejor sitio para simular el desierto que esta ciudad, cuyo clima se asemeja al de aquella zona del mundo en algunos meses del año?

En los próximos dos años, el Pentágono invertirá cinco mil millones de dólares para expandir la base y acomodar a más de 90 mil personas más, incluidos 53 mil soldados, decisión que transformará el rostro de la zona para siempre.
Por ahora, El Paso y Fort Bliss son entidades predominantemente hispanas, con 80% de su población mexicana o de origen mexicano, pero se cree que la llegada de casi 100 mil nuevos habitantes en los próximos años cambiará parcialmente el mapa étnico de la región. Según la Universidad de Texas, en 2013, cuando Fort Bliss se haya expandido en su totalidad, su impacto económico sobre El Paso será de alrededor de 25 mil millones de dólares, equivalente al producto interno bruto de Panamá o Bolivia.
Dinero aparte, con tanto soldado por sus calles El Paso es una fortaleza que tiene sus usos geopolíticos. Es aquí donde el gobierno federal estadounidense también ha depositado sus esperanzas para monitorear lo que sucede en México. En el interior del Fort Bliss se encuentra un centro de coordinación de inteligencia antinarcóticos conocido como epic (El Paso Intelligence Center) que aglutina a la cia, la dea, el fbi, la Guardia Costera, el ice, la Patrulla Fronteriza, la Fuerza Aérea, la Guardia Nacional, el Ejército, la Marina y hasta la oficina del sheriff del condado. Cada 15 días, lo que sólo puede definirse como un enjambre de agencias de seguridad se reúne en sus instalaciones para analizar la situación del narcotráfico en la frontera, intercambiar datos, compartir versiones de sus informantes y trazar nuevas estrategias de combate a los cárteles.

Es un centro de guerra high tech que concentra una enorme cantidad de información sobre tráfico de drogas. “Esta información nos ayuda a mejorar mucho la capacidad del país para frenar el flujo de narcóticos a Estados Unidos”, dice el director del proyecto de Inteligencia de la el jtfn del Pentágono.
Desde afuera, el jtfn no da la impresión de ser un lugar demasiado importante: es un edificio más entre el centenar que componen Fort Bliss. Pero es su contenido lo que impone. Sus cerebros militares, civiles y, especialmente, sus computadoras, bestias de gran capacidad que tienen conexión directa con los ordenadores del Pentágono. 
“Nosotros somos la primera línea de defensa del país”, me dice el oficial, sentado en un salón de reuniones en el que se encuentran un capitán de la Guardia Costera, un coronel de la Guardia Nacional, pilotos de la Fuerza Aérea, ingenieros del Ejército de Estados Unidos y él, un agente de la dia, la Agencia de Inteligencia del Departamento de Defensa.
Por razones de seguridad, me pide omitir su nombre. “No queremos ser identificados por los malos”, bromea aunque me queda claro que no es tan a broma.

***

Míralo, ahí está”, me dice Jalil, un estudiante universitario que vive en el Segundo Barrio de El Paso, el epicentro de la bullente vida de pandillas en la frontera entre Texas y México, gueto que la administración local quiere demoler y reemplazar con rascacielos y centros comerciales. Jalil señala discretamente hacia un pandillero sentado sobre la banqueta. Con camisa a cuadros, paliacate azul en la cabeza y pantalones de mezclilla amplios, el cholo simplemente está sentado ahí, rapado, lentes oscuros, atento, depredador urbano. Le dicen “esquina” en el argot local y está a la espera de clientes que nunca faltan. A no más de 10 minutos de la alcaldía, con toda tranquilidad, vende mariguana. Al paso del vehículo en el que nos movemos, chifla para avisar de nuestra presencia. No se inmuta. Sólo baja la mirada.
Jalil, de 23 años de edad y de origen yemení-cubano (sus padres se conocieron en Jalisco), vive justo en el departamento de enfrente al centro de operaciones de este traficante al menudeo, una casa descuidada enclavada en una colonia que sirve de alojamiento para mexicanos, chicanos e inmigrantes del Medio Oriente y en la que muchos de los edificios han sido abandonados. En el Segundo Barrio las calles están cuarteadas y tienen baches, las casas pintadas con graffiti y las puertas y ventanas tapiadas. Varios murales, conocidos como “los colores”, delimitan el territorio de cada pandilla en una barriada donde imágenes de la Virgen de Guadalupe y pintas alusivas a México recuerdan el origen mexicano de la ciudad.

“Al caer la noche, los vendedores de droga se retiran de la calle. Pasan al segundo piso de sus casas, a sentarse en sofás o colchones. La gente se acerca y les lanza rocas con billetes atados con ligas. Y se les lanza de vuelta la droga”, dice Jalil.

“Quien quiere mariguana en El Paso puede conseguirla fácilmente”, añade.

Por la tarde, un lugarteniente de Barrio Azteca, una de las pandillas dominantes, vendrá a cobrarle el derecho de piso al “esquina”, el cholo que está sentado a la espera de vender mariguana. Deberá rendir cuentas y entregar un 15% de la venta de todo el día. “Las pandillas grandes obtienen sus ganancias de cobrar constantemente lo que se podría llamar ‘impuesto’ a los soldados de bajo nivel, a sus esquinas”, dice el detective Andy Sánchez, agente encubierto de la Unidad de Pandillas de la Policía de El Paso. La droga, centenares de toneladas, 95% viene de México, enviada por distintos cárteles.

—¿Qué tanta droga pasa por aquí? —pregunto.
—Es difícil cuantificarlo. Pero a pesar de toda la vigilancia, éste es uno de los principales puntos de acceso a Estados Unidos, como es evidente por la brutal pelea por el control de Juárez que hay entre los mexicanos. Lo que sabemos es que las pandillas han trabado alianza con los cárteles para distribuir la droga al menudeo en Texas. Ellos la reciben y, después, la venden.

***

Es de noche y un abollado auto oxidado, lo que creo es un Chevy de los setenta, me espera frente al edificio de la Corte Federal de El Paso. Es el único vehículo en la calle silenciosa, desierta y barrida por el viento. Esto, un triste vacío sin peatones, es lo más cercano que hay a una descripción del centro de la ciudad.
A bordo del auto se encuentran dos jóvenes cubiertos de tatuajes y con corte de casquillo. Son ex pandilleros. Al volante está un hombre corpulento, rapado por completo. Es Rob Gallardo, un activista dedicado a rescatar y desprogramar a muchachos de su vida en las pandillas.

“Súbete”, me dice Gallardo. Hace 10 años, este hombre dio la espalda a una rentable carrera como abogado —se graduó en derecho por la Universidad de Stanford en California— para atender su proyecto antipandillas, esfuerzo que financia con lo que gana tres días a la semana como profesor vial. “Doy cursos de manejo para pagar parte de las cuentas”, dice mientras maneja con rumbo desconocido. “Obviamente no me alcanza para nada. Mi novia tiene que pagarme el celular y mis padres me echan la mano. Pero alguien tiene que hacer algo para rescatar a estos jóvenes”.

Primera parada: la corte del condado, a unas cuadras. En el asiento trasero, Stephen y Héctor, de apenas 20 y 19 años y ya veteranos de las guerras callejeras de El Paso y Juárez. Stephen tiene hoy una cita con su oficial de libertad condicional. La violó. Fumó mariguana y podría regresar a la cárcel del condado, un viaje del que quizá no salga vivo. Adentro lo esperaría su primo, sentenciado a 15 años por robo a mano armada. Llegamos tarde. El oficial de libertad condicional ya se ha ido. “Le voy a dejar un mensaje para que sepa que vinimos”, dice Gallardo. En el trayecto de regreso hacia el estacionamiento, la novia de Stephen nos intercepta. “¡Hijo de tu puta madre!”, le grita. Ella también es pandillera y está enojada por lo que considera es una traición hacia los colores de la “ganga” a la que ambos pertenecen desde hace 10 años. “Estos chicos se meten a las gangas y a veces es muy difícil para ellos salir. Forman relaciones, nexos, lazos, es lo más cercano que tienen a una familia”, dice Gallardo con aire cansado.

Segunda parada después del incidente: la casa de Gallardo, una residencia anónima en los suburbios de El Paso, cuya ubicación mantiene en secreto por temor a represalias de las pandillas. “Si supieran donde vivo me tratarían de hacer algo —dice—. Ya me han destrozado dos coches”.
Héctor me cuenta de su vida callejera. “Yo vendía drogas, mariguana, ice, coca, de todo. Es lo primero que te ordenan hacer”, me dice. Está tatuado de pies a cabeza con mensajes como “915” (código postal de El Paso), “Only God can Judge Me” o “Hecho en México”.

Está condenado a muerte por haber traicionado a su “ganga”. Quiere estudiar Administración de Empresas. Le va al América y tiene un hijo. Sus padres son inmigrantes mexicanos que trabajaban para una maquiladora y que poco o nada le vieron cuando creció.

De acuerdo con el FBI y la policía de El Paso, alimentadas por reclutas como él, al menos 520 pandillas operan actualmente en la región fronteriza, casi el doble más de las que había en 1995. Las autoridades admiten que cada vez tienen mayores conexiones con los cárteles mexicanos de la droga, sus nuevos patrones.
Una de las pandillas, Barrio Azteca, está formalmente al servicio del cártel de Juárez. Sus rivales, los Mexicles, otra pandilla mexicano-americana, han sido contratados por el cártel de Sinaloa y ahora trabajan para el Chapo Guzmán, según el Departamento de Justicia estadounidense. “Están cruzando hacia México a cometer delitos y después regresan a Estados Unidos. Ahora hemos visto la llegada de miembros de la pandilla de Los Sureños. Asumimos que van a trabajar con el Chapo”, dice Mario Cordero, agente antipandillas del FBI en El Paso.

Integrantes de Barrio Azteca ya han sido acusados por los gobiernos de México y Estados Unidos de haber participado en dos momentos icónicos en el descenso juarense al infierno. El primero, la masacre de 13 estudiantes en una fiesta en Villas de Salvárcar, en enero pasado. El segundo: el asesinato de personal ligado al consulado de Estados Unidos en Juárez, en marzo. Días después, la dea y el fbi ordenaron la más grande redada de la historia de El Paso en contra de Barrio Azteca. En el Segundo Barrio, que gracias a sus multifamiliares se ha convertido en semillero para pandillas no sólo como Barrio Azteca sino los Bluebirds, Wanderers y Bishops, un muchacho que se hace llamar Clown (payaso) rapea una canción que idealiza el nuevo estilo de vida en la región: “Esto es para todos mis carnales/ comenzamos sacando las libras/ moviendo de Juárez a El Paso yo las vengo aventando/ rifando aquí con mi gente me la paso/ a diario en el pinche vecindario todo el día fumando la mota que es más dura que el metal”.

***

En enero de 2009, Beto O’Rourke, entonces un oscuro concejal demócrata de El Paso, redactó una propuesta que llamaba al gobierno federal de Estados Unidos a repensar su estrategia antinarcóticos. Pedía legalizar la mariguana. Ocho consejeros, de un total de ocho, estaban a favor.
Pero después vino una llamada directa desde Washington. Era de Silvestre Reyes, congresista paseño y titular del Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes de Estados Unidos. “Me dijo que si no detenía esta propuesta íbamos a perder todos nuestros fondos federales para la ciudad”, dice casi dos años después el concejal O’Rourke, uno de los ocho hombres que, junto con el alcalde Cook, gobiernan esta ciudad por medio de un Consejo que sienta en la misma mesa a demócratas liberales, de lo más liberal, y republicanos derechistas, de lo más derecha posible. “Tenemos que entender que en los últimos dos años hubo más de cinco mil asesinatos en Juárez, mientras que en El Paso tuvimos no más de 30 —dice O’Rourke—. Muchos de esos asesinatos tuvieron lugar por una guerra que nosotros ayudamos a crear”.

Estas cifras de O’Rourke abren preguntas ineludibles: ¿Cómo explicar la diferencia entre un lado de la frontera y el otro? ¿Por qué Juárez está enfrascada en una guerra cruenta que la está desgastando y El Paso goza de índices de seguridad incomparables incluso con ciudades como Nueva York, Boston o Washington?

O’Rourke admite que El Paso, uno de los principales puntos de ingreso de drogas desde México a la Unión Americana, tiene un efecto desestabilizador en Juárez. “En El Paso y Estados Unidos somos directamente responsables de lo que está pasando en Juárez. Es nuestro consumo de drogas y nuestra posición como un punto de intenso cruce de narcóticos lo que está alimentando la guerra en México y Chihuahua”, lamenta.

Miembro de una añeja dinastía política texana, O’Rourke es el prototipo del político liberal estadounidense, un Kennedy boy si alguna vez lo hubo. De 37 años, tiene la apariencia de un veinteañero y no oculta su origen de élite: fue educado en la Universidad de Columbia. Por sobre todo, me llama la atención un detalle que puede decir mucho de su formación: tiene en su oficina —un revoltijo de libros, reconocimientos y periódicos— dos bustos. Uno es de John F. Kennedy.
Aún no se repone del todo después de trabar espadas con el aparato político de Washington por proponer la legalización de la mariguana en la ciudad. “Lo que los miembros del Consejo de la Ciudad propusimos fue hacer un debate en torno a la legalización de la mariguana. Queríamos decirle al gobierno federal en Washington que es el consumidor de drogas en Estados Unidos el que está alimentando la violencia en México y por extensión en Juárez. Si pudiéramos cortar algo del dinero que va a estas organizaciones del narco vía la legalización de la mariguana podríamos disminuir significativamente su capacidad de aterrorizar con crueldad e impunidad como lo han estado haciendo en Ciudad Juárez los últimos dos años”, dice Beto.

Su oficina, en el décimo piso de un edificio público en el centro de la ciudad, tiene vista directa a Chihuahua, en una primera impresión indistinguible el lado gringo del mexicano. “Le decimos juaritos”, bromea, antes de preguntarme si quiero continuar la entrevista en español o inglés. “Como por aquí pasa buena parte de la droga que viene de México a Estados Unidos, estoy convencido de que tenemos que asumir nuestra responsabilidad de lo que está pasando en el otro lado”, insiste O’Rourke. Pero su propuesta, la legalización de la mariguana, y su carrera política están en la congeladora. El Paso no pudo ser una ciudad de avanzada.
Y mientras tanto, en Juárez la batalla continúa. //

Milenio (Mexico)

 


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