Hoy también son víctimas de la guerra del narco que recorre México de norte a sur.
Como estudiante de medicina, Javier fue enviado a un pequeño poblado en el centro-norte del país a realizar su servicio social hace dos años. El trabajo era sencillo, aunque sin paga: dar atención médica gratuita a pobladores, muchos de ellos campesinos afectados por problemas como infecciones respiratorias, de la piel o gastrointestinales.
Los viernes y sábados por la noche eran de descanso, una oportunidad para desestresarse, echar un trago y acudir a alguna cantina junto con otras estudiantes de la Ciudad de México enviadas a la zona. Pero en algún momento, según cuenta este internista, las cosas dieron un giro radical. El narco llegó a su vida.
Una noche de viernes, mientras sus compañeras departían en un bar, Javier salió a la calle a tomar una llamada en su celular. Dos camionetas negras le vieron y frenaron en seco. Descendieron varios muchachos. Tenían fusiles de asalto.
“¿A quién le hablas cabrón?”, dijo uno de ellos. De poco sirvieron las explicaciones ni que se identificara como un simple estudiante. Fue levantado y llevado a dar un paseo con destino incierto con una pistola en la sien.
En el bar, sus amigas notaron su ausencia 30 minutos después. Le llamaron insistentemente. Nunca contestó el teléfono.
***
“Nos están levantando a estudiantes”, me dijo recientemente una alta autoridad académica que me dio a entender que los focos rojos ya se han prendido en las universidades de la Ciudad de México. “Estamos viendo esto especialmente en el norte del país, aunque las situaciones en el sur son terribles también, sobre todo para las mujeres”.
De forma inédita y sin ninguna forma de defenderse, los estudiantes de medicina que están siendo enviados al México rural se han topado con el deterioro de la situación de seguridad en el país, sumido en una guerra entre y contra cárteles de la droga que está por entrar a su cuarto año sin señales de resolución.
“A algunos estudiantes los están levantando para atender a narcos heridos en enfrentamientos”, me dijo el profesor de medicina. Las condiciones en las que se encuentran los alumnos, admitió, son deplorables en algunos casos: duermen en habitaciones sin seguro o ventanas, solos, sin teléfono, alejados de cualquier contacto con la autoridad.
Pero esas condiciones, dicen varios estudiantes, son tradicionales en el servicio social, casi endémicas en un país en el que la infraestructura de salud rural se encuentra en serio estado de deterioro. Lo que es nuevo es el hecho de que alumnos, simples alumnos de medicina, se hayan convertido en blanco del crimen organizado.
Lo más terrible, quizá, es el hecho de que sin estos estudiantes la atención médica en comunidades rurales del país se detendría por completo. “La situación está muy mal. Pero no podemos detener el servicio social. Miles de mexicanos dependen de estos estudiantes”, me dijo el profesor de medicina.
***
A bordo de la camioneta, Javier recibió un atisbo a una nueva faceta en el mundo del sicariato. Quienes conducían eran jóvenes como él. Muchachos no mayores a los 20 años que en otro mundo quizá pudieron haber sido compañeros suyos en la carrera. Son hijos de capos que han decidido seguir la misma ruta que sus padres.
“Aquí mando yo”, le dijo uno de los muchachos, armado de una pistola con cacha dorada. “Yo soy el dueño de este pueblo, ¿entiendes?”. Después de varias horas, a Javier se le ordenó descender de la camioneta. Se encontraba en una carretera.
“No se te olvide lo que te dije”, le recordó el muchacho, aparentemente el mayor en jerarquía. Las camionetas arrancaron y Javier debió emprender el camino, a pie, de vuelta a su clínica, con la incertidumbre a cuestas.
Horas después, abordó un camión de vuelta a la Ciudad de México, para nunca volver a esa población.
***
¿Han sido ustedes o compañeros suyos víctimas de situaciones como esta? Por favor, envíen sus anécdotas a Libreta de Reportero. Hay que decirle al país lo que está pasando.
http://twitter.com/vhmichel
