Tal como ocurrió recientemente en Brasil y antes en Chile, las protestas fueron masivas, inesperadas y repentinas. Colombia, al igual que Brasil y Chile, lleva años de crecimiento sostenido y estable. Más aun, este año por primera vez hay esperanza de que el gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) lleguen a un acuerdo de paz que pondría fin al enfrentamiento armado con la guerrilla que lleva casi 50 años.

Pero eso no basta. El malestar colombiano de pronto fue generalizado y es, en gran medida, legítimo. Los cafeteros, a quienes se había prometido subsidios a raíz de una protesta previa, exigían apoyo del gobierno para hacer frente al bajo precio internacional del café y la fortaleza del peso colombiano, cuyo efecto combinado está destruyendo la industria exportadora.

Los pequeños empresarios mineros, muchos de los cuales carecen de licencias oficiales para ejercer su actividad, se quejan de que el gobierno les ha confiscado y destruido su maquinaria, acusándolos de ejercer la minería ilegalmente y de pertenecer a pandillas criminales. Los camioneros pedían una rebaja en el precio de los combustibles y mayor inversión del gobierno en infraestructura vial.

El presidente Juan Manuel Santos cometió inicialmente el error de subestimar a los manifestantes. Cuando se anunció la protesta, advirtió que no se tolerarían carreteras bloqueadas ni violencia, y ordenó a la policía derribar las barricadas dondequiera que se instalaran. Mala decisión. Al segundo día de protestas había decenas de miles de personas en las calles y  la situación estaba fuera de control. Una semana más tarde dos personas cayeron muertas en Bogotá, donde se había tenido que imponer toque de queda.

Tarde escuchó las quejas el gobierno y tarde comenzó a negociar. Pero una vez que decidió hacerlo, lo hizo bien, negociando grupo por grupo de acuerdo a las quejas de cada uno.

A los agricultores, Santos les concedió precios controlados para los fertilizantes, se congelaron las importaciones de algunas frutas y verduras y se suspendió una resolución que les prohibía producir semillas de sus propias cosechas. A los camioneros se les promedió que una anunciada alza del diésel se congelará hasta diciembre. Y a los pequeños empresarios mineros ya no se les destruirá automáticamente la maquinaria por carecer de licencias mineras y los tribunales de justicia decidirán caso a caso si su actividad se puede formalizar.

Una vez tomadas estas medidas, el 5 de septiembre Santos cambió su gabinete, en un gesto claro de que el problema es real y requiere enmienda de políticas. Cambió a los ministros de Interior, Agricultura, Justicia, Minería y Energía.

Al cierre de esta edición, las protestas amainaban y Colombia volvía a la normalidad, pero el resultado de una encuesta Gallup mostraba el daño que las protestas y la reacción a ellas habían tenido en el gobierno: el nivel de aprobación del presidente Santos ha caído de 48% en junio, a 21% ahora. En junio, 52% de los encuestados opinaba que las cosas estaban empeorando en el país. Ahora, el 82% de la población cree que las cosas empeoran.

El pronóstico no es bueno para la coalición de gobierno de cara a las elecciones presidenciales de 2014.