Es así porque, siempre y cuando no se produzca un estallido social que ponga en peligro la gobernabilidad, el eventual éxito de su gestión dependerá en buena medida de la evolución de la economía. Si con la ayuda de los inversores logra reanimarla pronto para que salga del letargo en que cayó hace algunos años, Dilma contará con tiempo suficiente como para reconciliarse con los millones de pobres cuyos votos le permitieron derrotar, por un margen estrecho, al socialdemócrata liberal Aécio Neves en las elecciones de octubre pasado, pero si demora las reformas –léase, ajustes–, que sabe imprescindibles, por no querer enfurecer a los compañeros del Partido de los Trabajadores (PT), correría el riesgo de provocar una crisis que perjudicaría enormemente no sólo al gobierno sino también a los sectores más vulnerables.

Aunque, al iniciar su segundo período en el poder, Rousseff juró que los recortes que hará el ministro de Economía, Joaquim "Manos de tijera" Levy, no significarían una traición a su "compromiso social", sería un auténtico milagro que encontrara la forma de reducir drásticamente el gasto público sin que se vieran afectados los programas asistenciales que se pusieron en marcha cuando su antecesor y padrino político, Luiz Inácio "Lula" da Silva, ocupaba el Palacio del Planalto. Así y todo, está claramente convencida de que, dadas las circunstancias, no le queda más alternativa que la de procurar merecer la confianza de los inversores en potencia para que no le den la espalda, razón por la que se ha sentido constreñida a adoptar medidas parecidas a las propuestas por su rival en la fase final de la campaña electoral.

Como la Argentina, Brasil se vio beneficiado por "el viento de cola" ocasionado por el aumento del precio internacional de commodities como la soja pero, desgraciadamente para Dilma, el ciclo comenzaba a agotarse en el 2011, justo cuando iniciaba su primera gestión. Desde entonces, el crecimiento se ha ralentizado hasta tal punto que el año pasado la economía entró en recesión, se devaluó el real y la tasa de inflación anual se acercó al 7%, lo que motivaría alarma en todos los países, salvo el nuestro y Venezuela, porque a menos que el gobierno logre frenarla a tiempo las consecuencias serían muy negativas. Para los muchos que se habían acostumbrado a la idea de que, gracias a sus dimensiones demográficas y dinamismo inherente, Brasil no tardaría en erigirse en un gigante económico, superando a los europeos, la desaceleración abrupta ha venido como un baldazo de agua fría. A pesar de su formación izquierdista, Dilma sabe que, sin viento de cola, el crecimiento futuro dependerá de los resultados de reformas "estructurales" internas que, como sucede en todas partes, se verán resistidas por los resueltos a defender sus propias "conquistas".

Además de afrontar un panorama económico nada atractivo, la mandataria brasileña se ha comprometido a luchar contra la corrupción que, en Petrobras y distintas partes del mundillo político, incluyendo a algunas dominadas por el PT, ha adquirido proporciones epidémicas. Aunque los intentos por combatir a "los predadores internos" de Petrobras, y su propio partido, podrían ayudarla a distraer la atención de la ciudadanía de las penurias económicas, también le asegurarán la hostilidad de los muchos políticos que temen verse perjudicados y que reaccionarán oponiéndose con vehemencia a su estrategia económica. Según se informa, Dilma difundirá en febrero los nombres de los dirigentes políticos que se las arreglaron para enriquecerse ilícitamente aprovechando sus vínculos con el Estado y con Petrobras, una empresa que corre el riesgo de convertirse en un paria debido no sólo a la red de corrupción de la que es el epicentro sino también a la caída vertiginosa del precio de petróleo que podría obligarla a suspender hasta nuevo aviso sus planes ambiciosos para aprovechar los grandes yacimientos que se han encontrado en aguas muy profundas del océano Atlántico.