Habrá previsto que no le sería del todo fácil convencer a la ciudadanía de que no hubo otra alternativa, ya que en el transcurso de la campaña electoral del año pasado su presunta oposición férrea a los ajustes le había permitido triunfar, por un margen reducido, sobre su rival "neoliberal" Aécio Neves, pero confió en que la mayoría entendería que no debería tomarse al pie de la letra todo lo dicho por los candidatos presidenciales. 

Se equivocó; quienes la votaron no le han perdonado el haberlos engañado. Acaso cometió otro error político al dejar que un técnico de imagen tan ortodoxa como Joaquim Levy se encargara del trabajo sucio de poner orden en las finanzas de su país. A diferencia de otros funcionarios que, en circunstancias similares, lloran algunas lágrimas de cocodrilo al dar a entender que preferirían privilegiar lo humano por encima de lo meramente técnico, Levy practica un estilo severo y racional que, como es natural, ha molestado mucho a los dirigentes del Partido de los Trabajadores. 

Aunque su sucesor como ministro de Hacienda, Nelson Barbosa, lo acusó de profundizar la recesión con sus medidas, dando a entender así que el remedio resultaba peor que la enfermedad, no se ha propuesto poner fin a la política de ajuste sino procurar ablandarla con la esperanza de que pronto comience a mostrar resultados positivos. Desgraciadamente para Dilma, no hay señales de que la recesión esté por terminar. Por el contrario, se estima que, después de achicarse este año el producto bruto el 3,1%, se contraerá otro 1,9% en el próximo.

El drama económico que está viviendo Brasil es típico de América Latina. En los buenos tiempos, cuando son altos los precios de las materias primas y bienes agropecuarios exportables, los gobiernos de muchos países de la región suelen concentrarse en saldar lo que llaman la deuda social gastando mucho más, sólo para encontrarse un día frente a un déficit fiscal insostenible que asusta a los inversores. Cuando ello ocurre, tienen que elegir entre continuar minimizando la importancia de los números por un lado y, por el otro, intentar alcanzar cierta estabilidad financiera. 

Mientras que en nuestro país el gobierno kirchnerista decidió seguir adelante sin preocuparse en absoluto por el mediano plazo, ya que la presidenta no podría eternizarse en el poder, Dilma optó por una política de choque que, esperaba, brindaría sus frutos en la segunda mitad de su período presidencial.

Aunque es factible que la economía brasileña nos sorprenda gratamente en los meses próximos, también lo es que la situación en que se encuentra se agrave mucho debido no sólo a las deficiencias internas que tanto han contribuido al derrumbe de la popularidad de Dilma sino también a los cambios que están produciéndose en el resto del mundo. Desgraciadamente para países como Brasil, los inversores del mundo rico, y con ellos los chinos, que en este ámbito son tan "neoliberales" como cualquier republicano norteamericano, están perdiendo interés en aquellos "emergentes" que por motivos políticos desaprovecharon las oportunidades brindadas por una coyuntura excepcionalmente favorable. 

Desde el punto de vista de los más cautelosos, el reemplazo de "manos de tijera" Levy por un funcionario como Barbosa, un colaborador estrecho del expresidente Luiz Inácio Lula Da Silva que tratará de suavizar el ajuste que se puso en marcha un año atrás, es una señal ominosa. Puede que Barbosa no sea un populista, pero el que Dilma se haya sentido obligada a nombrarlo hace pensar que ella podría haber llegado a la conclusión de que los costos políticos del ajuste eran excesivos y que por lo tanto le convendría abandonarlo. 

Barbosa mismo parece consciente de los riesgos así supuestos, ya que afirma que "sólo con estabilidad fiscal vamos a tener un crecimiento sustentable", razón por la cual "la política fiscal continuará en la misma dirección", pero muchos tomaron el alejamiento de Levy por un síntoma de debilidad, lo que no ayudará al gobierno brasileño a superar la crisis en que su país está debatiéndose.