Sin embargo, a pesar del optimismo manifestado por funcionarios de instituciones como el Banco Mundial que, basándose en las tendencias de los años últimos que han visto crecer hasta tal punto la clase media en el mundo que, por primera vez en la historia, es cuantitativamente mayor que la conformada por quienes viven en pobreza, nos aseguran que en el 2030 aproximadamente todos los habitantes de la Tierra podrán tener ingresos adecuados, muchos temen que el futuro inmediato sea decididamente menos brillante que el imaginado por los tecnócratas internacionales. Un motivo consiste en el fin del boom de las commodities que tanto ayudó a países como los de América Latina, cuyas industrias distan de ser competitivas; para ellos, la caída de los precios de los productos agrícolas o, sobre todo en el caso de Venezuela, del petróleo ha sido un golpe muy fuerte del cual les costará recuperarse. Otro motivo es que, en los países ricos los frutos del aumento de la productividad que se ha visto posibilitada por los avances tecnológicos no se han repartido de forma igual ya que, como es lógico, favorecen mucho más a quienes están en condiciones de aprovecharlos. Es por tal motivo que en Estados Unidos abundan los profesionales, ejecutivos y otros que, luego de haber desempeñado cargos bien remunerados, de un día para otro han sido desplazados por programas informáticos o por servicios on-line ubicados en países de ingresos muy inferiores, con el resultado de que han tenido que conformarse con empleos que antes hubieran despreciado. Peor aún, si cabe, es la situación en que se encuentran muchos jóvenes tanto en América del Norte como en Europa que se preparaban, a menudo endeudándose hasta el cuello, para un mercado laboral que pronto dejaría de existir. Se advierte que, con escasas excepciones, tales jóvenes ganarán menos en términos reales que sus padres o abuelos.

Así, pues, las perspectivas frente al mundo son paradójicas. Por un lado, el progreso tecnológico parece asegurado. Por el otro, nadie sabe muy bien cómo impedir que los beneficios resultantes no se concentren en pocas manos. Las recetas socialistas tradicionales suelen funcionar bastante mal, pero hasta los más liberales cuando de la economía se trata entienden que sería arriesgado confiar demasiado en el mercado. En Europa, los gobiernos se ven obligados todos los días a optar entre la eficiencia económica del conjunto y la necesidad de mantener cierta cohesión social. Si bien todos los dirigentes, incluyendo a los izquierdistas de Syriza en Grecia, después de haberse rebelado contra el statu quo entienden que por ahora no hay ninguna alternativa viable a "la austeridad", los costos sociales, para no decir humanos, de la estrategia impulsada por los alemanes que llevan la voz cantante en la Unión Europea ya han marcado a fuego una generación entera.

Para que se concretaran las previsiones optimistas del Banco Mundial sería necesario que las secuelas del fin del boom de las commodities fueran menos negativas de lo que muchos prevén, que el eventual aumento de las tasas de interés de la Fed norteamericana no desatara una "huida hacia la calidad" desde los mercados emergentes hacia Estados Unidos, y, lo que podría ser aún más importante, que los países desarrollados lograran encontrar la forma de impedir que las divisiones actuales siguieran ampliándose. Mal que bien, las sociedades más prósperas sirven de modelos para las demás. Si ellas resultan incapaces de solucionar los problemas que han surgido en los años últimos, no sólo privarán a los económicamente atrasados de mercados para los bienes que esperan exportar sino que también contribuirían a propagar la sensación de que el mundo se ha equivocado de rumbo, lo que facilitaría la conformación de movimientos extremistas, algunos de derecha según las pautas tradicionales y otros de izquierda, como aquellos que causaron tanto sufrimiento en la primera mitad del siglo pasado, además de distintas variantes del fanatismo religioso que tantos estragos ya están provocando.