Con todo, Néstor Kirchner y su esposa, la actual presidenta Cristina Fernández de Kirchner, tuvieron tanto éxito en dicha empresa que, después de haber sido amenazado por la anarquía, el país fue al extremo contrario, como si la única alternativa a la impotencia presidencial consistiera en el hiperpresidencialismo. Así, pues, el crecimiento económico notable de los ya nueve años de predominio kirchnerista se ha visto acompañado por un grado peligroso de deterioro institucional. Ha perdido importancia el papel del Poder Legislativo nacional, los gobiernos provinciales dependen cada vez más de la relación personal del mandatario local con la presidenta de la República, la Justicia está bajo sospecha, las empresas estatales o las que están en manos de capitalistas "amigos" funcionan de manera llamativamente deficiente y no ha dejado de profundizarse la crisis de la educación pública.

Aunque merced al crecimiento de la economía, que lo mismo que casi todas las latinoamericanas fue beneficiada enormemente por el aumento de los precios de commodities exportables ocasionado por la transformación de China en una potencia manufacturera, bajaron mucho los índices de pobreza e indigencia que en la gran crisis del 2001 y el 2002 habían alcanzado niveles catastróficos, en este ámbito fundamental nuestro gobierno logró menos que los de Chile y Brasil. Sería legítimo argüir que ningún otro gobierno hubiera podido obrar mejor en las circunstancias que imperaban en mayo del 2003 y que, por ser la Argentina un país de cultura caudillista, la estabilidad política requiere cierta dosis de prepotencia, pero no cabe duda de que el "estilo K" ha tenido consecuencias negativas. Entre otras cosas, virtualmente garantiza que una eventual transición resulte traumática no sólo para los oficialistas sino también para quienes, tarde o temprano, los sucedan en el poder.

Como es habitual en política desde que el mundo es mundo, el gobierno de Cristina atribuye todos los avances económicos y sociales que se han producido en el transcurso de los años últimos a su propia gestión, y las deficiencias que se encargan de subrayar los voceros de las diversas agrupaciones opositoras a la malignidad o la inoperancia de sus adversarios. Sin embargo, mientras que en las democracias consolidadas los debates en tal sentido son por lo común corteses a pesar de lo mucho que está en juego, aquí el clima político se ha hecho muy intolerante. Demasiados oficialistas parecen convencidos de que el gobierno está llevando a cabo una revolución "nacional y popular" y que por lo tanto quienes se resisten a sumarse al "proyecto" no son meros adversarios sino enemigos despreciables.

En octubre pasado la presidenta Cristina fue reelegida casi por aclamación, ya que obtuvo el 54% de los votos. Se trataba de una gran hazaña política, pero acaso le hubiera convenido triunfar por un margen menos abultado. A partir de las elecciones, el gobierno se ha hecho más hermético y más arbitrario. Por ser el kirchnerismo una auténtica máquina de acumular poder, en una oportunidad la presidenta misma se dio el lujo de vociferar la consigna del ala juvenil de su movimiento "vamos por todo", una pretensión escasamente democrática que asegura que el futuro sea muy conflictivo. Y en efecto, operadores oficialistas ya están dedicándose a socavar aquellos focos de poder cuya existencia les molesta, como los representados por el jefe del gobierno porteño Mauricio Macri, el gobernador bonaerense Daniel Scioli –el que se afirma leal a la presidenta– y el aún líder de la CGT Hugo Moyano, además de una serie de otros exaliados o amigos. Hasta ahora la estrategia gubernamental de tratar como enemigo mortal a cualquiera que parezca reacio a arrodillarse ante Cristina ha funcionado muy bien, pero puesto que están multiplicándose las señales de que la economía está por ingresar en una etapa muy complicada, tal vez recesiva, la combatividad sistemática que sigue siendo característica del "estilo K" podría terminar perjudicando tanto al oficialismo como al país.