A menos que tengamos mucha suerte, en los meses próximos los cortes de luz, tanto los previstos como los que voceros oficiales atribuirán a saboteadores, se harán cada vez más frecuentes, lo que incidirá de manera muy negativa en el estado de ánimo de millones de personas, intensificando así "la crispación" que, de acuerdo común, se ha difundido por buena parte del país. Desgraciadamente para el gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, la mayoría entiende muy bien que los problemas energéticos no se deben a ningún acontecimiento externo, como fue el caso en los años setenta del siglo pasado cuando los países petroleros aprovecharon la oportunidad brindada por los conflictos del Oriente Medio para aumentar más de cuatro veces el precio de su único producto exportable, sino exclusivamente a la política asombrosamente miope adoptada por el gobierno kirchnerista que, por motivos electoralistas, tomó medidas que pusieron fin a la inversión en el sector. Como resultado, la Argentina dejó de exportar energía para depender de importaciones carísimas. Mientras en el resto del mundo prosperaban las industrias basadas en la producción de petróleo y gas, aquí las empresas se limitarían a mantenerse a flote a la espera de que, tarde o temprano, el gobierno se viera obligado a modificar radicalmente su estrategia. Aunque últimamente se han anunciado algunos cambios, sigue siendo escasa la posibilidad de que se revierta la caída tanto de la producción como de las reservas. Asimismo, es tan complicado el estado financiero de las empresas distribuidoras de electricidad que corren peligro de caer en bancarrota. Huelga decir que estatizarlas –o sea entregarlas a La Cámpora– no contribuiría a mejorar su desempeño. Antes bien, plantearía el riesgo de que se multipliquen los apagones en todos los centros urbanos del país.

Acaso lo único positivo del desastre energético que el gobierno kirchnerista se las ha arreglado para provocar consiste en que está haciendo trizas un "modelo" económico penosamente voluntarista que se basa en la noción de que es factible reemplazar la ley de la oferta y la demanda por presiones políticas para que los empresarios inviertan miles de millones de dólares sin preocuparse por las eventuales ganancias. Desde luego, el mundo no funciona así. Para cubrir los costos crecientes de importar energía de países como Qatar, Venezuela y, sería de suponer, nuestro nuevo socio estratégico Angola, el gobierno se ha visto constreñido a poner en marcha un ajuste caótico, de ahí el cepo cambiario, el sinnúmero de medidas proteccionistas ideadas por el incansable secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, y el vaciamiento de la caja que la presidenta ha usado para disciplinar a los gobernadores provinciales y los intendentes de los barrios superpoblados del conurbano bonaerense que, según Cristina, son los auténticos responsables del desaguisado porque, a diferencia de ella, no saben administrar los recursos disponibles con la eficacia necesaria. Con todo, parecería que los integrantes más lúcidos del gobierno kirchnerista han llegado a la conclusión de que es urgente procurar estimular la inversión no sólo en el sector energético, razón por la que hicieron subir el precio del gas en boca de pozo, sino también en todos los demás sectores puesto que, caso contrario, el país experimentará una larga recesión y la inflación pronto superará "la barrera" simbólica del 30% anual, lo que no les convendría del todo en el año electoral que acaba de empezar. Aunque no se atreven a decirlo en público, se habrán dado cuenta de que, mal que le pese a Cristina, un "modelo" que para sobrevivir depende del precio internacional de la soja –el que a juicio de los especialistas podría mantenerse muy alto por un rato más pero que no aumentará mucho aun cuando la economía de China no sufra ningún resbalón– y una eventual, pero de ningún modo garantizada, reanudación del crecimiento de Brasil no puede considerarse viable y que por lo tanto será necesario cambiar de rumbo a fin de evitar un choque entre las pretensiones oficiales y la dura realidad.